No, no nos hemos ido. Solo nos hemos tomado una pausa de esas que en un momento dado son necesarias para volver con más fuerza aún.
Queremos desearos Feliz Navidad a todos los que estáis de ese lado.
Ojala que el año que acaba se lleve todo lo negativo que nos haya podido rondar y que el nuevo llegue con la promesa de enormes y hermosos sueños para ser perseguidos.
Parece que no haya pasado nada, ni tan
siquiera el tiempo. Irene llega con su sonrisa de siempre, esa que
solo dibujan sus labios. Hierática, el resto del rostro transformado
en una máscara que oculta sus secretas emociones.
Sara se levanta y le planta dos
apresurados besos con ademán nervioso. No sabe qué hacer con el
sentimiento amargo que le produce esa información que maneja sin
haberlo pedido.
Personalmente, creo que es mejor que se
lo cuente a Irene para que pueda liberar esa absurda culpa que
alberga en lo más profundo. Así se lo dije, que no esperase más y
se lo contara. No sé qué hará.
Me levanto para abrazar a Irene. Tengo
la impresión de que, por un momento se afloja la tensión de su
cuerpo y se abandona al abrazo. Por un momento. Rápidamente cede la
relajación y regresa la tirantez a cada músculo de su anatomía.
Nos sentamos.
Sara y yo nos mantenemos calladas. Creo
que ambas pensamos que es Irene la que debe decidir en qué términos
o en qué tono iniciar la conversación.
- Bueno- comienza rompiendo un silencio
que comenzaba a tornarse molesto- Ya está. Todo ha terminado. Al fin
y al cabo no somos los primeros ni los últimos que pasamos por este
trance. Hemos cerrado una etapa de nuestra vida. Y ya está.-
Presiento que no está muy convencida.
Pienso, más bien, que repite una y otra vez que ya está para
autoafirmarse, pero si a ella le vale a mí también.
- El niño está bien- prosigue punto
por punto su perorata- Lo ha asumido con asombrosa naturalidad.
Después de todo no es el único de su clase cuyos padres se han
separado...- cuando se escucha decirlo en voz alta enrojece
ligeramente- Han sido días intensos de conversaciones y papeleos.
Todavía queda mucho que recorrer, pero parece que vamos por el buen
camino-
Sigue hablando, pero más que liberar
su pena, su reproche o su enfado, lo que está haciendo es enumerar
los datos de una detallada lista que ha confeccionado en su cabeza.
Tengo la impresión de que es la
película de su divorcio, un parloteo vacío para contentar nuestras
mentes curiosas y su ego herido.
Yo no necesito ésto, y por lo que veo,
Sara tampoco. A juzgar por su expresión, opina lo mismo que yo.
No pedimos explicaciones, ni queremos
que nos suelte un discurso preparado. Si no desea hablar de ello, que
no lo haga, que se calle. Pero que sea honesta con su dolor...
Parece que Sara me ha leído el
pensamiento porque de pronto, e interrumpiendo un discurso casi
jurídico, suelta:
-Puedes desahogarte si lo necesitas.
Nos convertiremos en la bolsa de basura de tu dolor si es preciso-
Y presiona con afecto y con cuidado el
antebrazo de Irene.
-¡Estoy bien!- contesta a la defensiva
apartando ligeramente el brazo- Es una separación, no me he muerto.-
-Vi a Ángel con otra mujer- espeta
Sara, y el mundo se ralentiza y finalmente se detiene.
Ya está. Ahora sí que ya está. Las
cartas sobre la mesa, las acepte o no.
Irene mira a Sara con una mezcla de
inquina y agradecimiento durante unos segundos que se hacen
insultantemente eternos.
Sara musita, imperceptiblemente, como
si dibujara con los labios sin producir apenas sonido:
-Lo siento-
Y la tierra vuelve a girar.
Irene sacude la cabeza.
-Supongo que es absurdo pensar que iba
a poder mantener el engaño. Sin embargo era tan tentadora la ilusión
de mantener, aun cuando fuera un pequeño reducto de mi existencia,
todavía bajo mi control...-
¿De quién es esa imagen que me
devuelve el espejo? ¿A quién pertenece ese rostro ajado, los ojos
hinchados, el cabello grasiento? No puedo ser yo. No quiero ser yo.
Pero sí: solo que soy una yo que
desconocía. Y no me gusta.
Estoy sola. Y aunque he vivido a veces
sin compañía, nunca había experimentado esta sensación de total
abandono. Jamás antes de ahora he compartido aire que respirar con la Soledad,
así, con mayúsculas.
Es una compañera horrible que reclama
a empujones su propio espacio, se entromete con descaro en el mío y
se burla con sorna de mi chándal viejo, mi camiseta mugrienta y mis
ojeras oscuras, casi negras.
Tengo una semana. Siete días colgados
en el limbo del tiempo para recrearme en mi dolor sin que nadie me
vea.
Iñigo está con mis padres.
Ángel se fue, y las habitaciones vacías
son único testigo de mi desolación.
Ángel se fue, y ni tan siquiera puedo
llorar, porque no sé ni cómo ni cuándo se ha instalado una pesada
losa sobre mi corazón que me impide apenas sentirlo. Y solo deseo
tumbarme, comer chocolate y ver la televisión en pijama.
Hemos decidido dejarlo... Ya...¡los
cojones! (y yo nunca digo tacos, ni tan siquiera los pienso). He
decidido acogerme al clavo ardiendo de la mentira piadosa y fingir
una versión oficial que no haga que los demás me vean como yo lo
hago: como una fracasada.
No lo hemos dejado. Ángel me ha
dejado. Por otra. Y lo más triste es que no es más joven ni más
delgada que yo. Pero le da chispa. Y yo no.
Yo solo le he dado un hijo, y le he
proporcionado la estabilidad suficiente como para que prospere en su
carrera y crezca como persona. Solo eso, y no basta.
Me siento en el pasillo, sobre el suelo
que un día elegimos juntos y contemplo con indiferencia las bolas de
pelusa que habitan los rincones. Juego a fantasear que todo esto no
ha pasado, que mi marido no se ha aburrido de mí porque, palabras
textuales, nuestra relación era una pantomima orquestada por mi
absurdo deseo de aparentar una felicidad que dista mucho de ser real.
Pero no puedo fingir durante mucho tiempo, porque no soy capaz de ignorar que esto sí es real.
Mi pareja se ha cansado de beber a
sorbitos una mecánica rutina a mi lado y se ha marchado a comerse la
vida a dentelladas con otra. Que no es más lista ni más guapa que
yo.
Suena el teléfono y lo ignoro. Creo
que tengo llamadas perdidas de todas las personas que conozco, pero
no quiero hablar con nadie. Porque quizá si oyese una voz amiga, un
atisbo de comprensión, podría derrumbarme. Y no quiero, no puedo
acogerme al consuelo fácil de la conmiseración ajena. Yo no soy
así. Soy una mujer fuerte.
No soy como mi madre, que ha adoptado
el victimismo por bandera y exhibe sin pudor ante propios y extraños
esa montaña rusa de emociones que arrastra a todos en sus vaivenes.
¡Cuánto he sufrido desde niña, al cobijo de su sombra, la
descripción pormenorizada de sus miserias más íntimas!,¡esa
necesidad que siempre ha tenido de sentirse especial aun en
circunstancias humillantes! ¿Por qué cuentas eso?, me hubiese gustado gritarle,
¿no te das cuenta de que ante sus ojos te conviertes en débil y vulnerable?
Y sí, mi madre conseguía despertar la
lástima en la mirada de los demás, sin embargo también logró
perder su dignidad ante la mía. Por eso yo no soy así: No quiero
compasión, a pesar de que cuando se acabe el estado de gracia de
estos siete días no sepa a qué vida debo volver. Pese a que todos
mis ahorros afectivos, que con mucho esfuerzo he atesorado para la
creación de un proyecto de vida perfecta, se hayan evaporado y se
quede en números rojos la cuenta corriente de mi porvenir. Aún así
sobreviviré. Porque soy fuerte.
Soy fuerte, soy fuerte, soy fuerte. Me
lo repito como un mantra mientras la nausea parte en dos mi abdomen.
Soy fuerte, soy fuerte, soy fuerte. Hasta que el sollozo atraviesa
como un látigo mis entrañas y sacude mis hombros demostrándome
que, después de todo sí acepto la lástima: la mía propia. Por mi
proyecto vital truncado y por ese pobre corazón oprimido, atrapado
bajo el peso de una losa que no puedo mover ni siquiera para pedir
ayuda.
Llora, Irene, llora. Tienes una semana
para hacerlo, y para vivir en pijama, ver programas absurdos y darte
atracones de patatas fritas y batido de chocolate.
En siete días te
vestirás tu ropa más favorecedora, esa de camuflar desilusiones,
maquillarás tu tristeza y serás una nueva separada entrada en los
cuarenta y con la seguridad de un pasado cerrado. Eso serás. Y
también, y aunque los demás no lo sepan, una patética mujer con el
temor a un futuro incierto y sin idea alguna de cómo afrontar su
presente...
De ninguna de las maneras quisiera
Irene aparentar los 41 años que cumplió en verano.
Todos los meses sin falta, acude a la
peluquería para que las canas no le arruinen ante el espejo la
ilusión de detener el tiempo.
Luce siempre el peinado perfecto, un
corte a la última aunque no demasiado atrevido: en estos momentos
corresponde con una melena desfilada en tonos dorados y perfectamente
alisada a diario.
Mide 1,62 m, aunque habitualmente lleve
tacones, no muy altos, pero sí lo suficiente para añadir de forma
permanente unos pocos centímetros a su esbelta figura.
Su cuerpo es atlético, torneado a base
de horas y horas de esfuerzo en el gimnasio. Se siente orgullosa de
lo que considera que es obra suya y gusta de lucirlo mediante la ropa
que escoge.
Adora la moda e invierte considerables
sumas de dinero en procurarse un buen fondo de armario que combina
con prendas de última tendencia que adquiere a precios más
asequibles. Invariablemente huye de los colores chillones y los
estampados estridentes.
Su mirada experta en estudiar su imagen
en el espejo, guía a su mano para conseguir con acierto disimular ,
a través del maquillaje, las imperfecciones de una piel no demasiado
lisa, una nariz un poco larga...
Emplea bastante tiempo en arreglarse
por las mañanas, y el resultado final es un rostro
sorprendentemente natural, en el que se potencian sus mejores rasgos:
el óvalo fino, los pómulos pronunciados, y en el que destacan de
forma especial sus ojos color avellana.
Aunque su figura y su indumentaria le
otorgan un aire juvenil, el gesto de tensión que frecuentemente
asoma a su semblante, contrae y envejece sus facciones. En los
últimos meses, debido a que un día leyó que a partir de los
cuarenta uno de los mejores trucos de rejuvenecimiento era el
blanqueamiento dental, ha pasado por el dentista y para enseñar su
renovada dentadura sonríe más a menudo, si bien es cierto que con
una sonrisa un tanto afectada.
Le satisface lucir joyas caras, con un
punto de extravagancia y que compra, según ella, a modo de
inversión.
Su perfume es equilibrado, apenas
perceptible pero asociado indefectiblemente a su presencia.
Irene representa el equilibrio en
superficie. Un equilibrio amenazado constantemente por el oleaje de
una perpetua tensión interna.
“Planee su día, pero deje siempre un
espacio para cualquier imprevisto, consciente de que no todo depende
de usted”
(Instituto Francés de la Ansiedad y el
Estrés)
Ahí está Elena. A ver qué opina ella
de todo esto que no me permite pensar en otra cosa.
Tomo asiento y le lanzo una mirada
interrogante. No parece darse por aludida.
-¿No has leído el mail que nos ha
enviado Irene?- le pregunto.
- La verdad es que hoy no he tenido
ocasión de abrir el correo- responde con tranquilidad- ¿nos ha
mandado un e-mail?-
Es cierto. Elena tiene un móvil de los
antiguos. Cada día reitera su determinación de agenciarse uno con
Internet, pero siempre acaba por posponerlo... hasta hoy.
Saco mi teléfono del interior del
bolso. Correo. Entrada... aquí está. Lo abro y le alcanzo el móvil
a Elena.
Me acerco a la barra y, mientras, voy
reproduciendo en mi cabeza el contenido del mensaje de Irene.
Lo he leído varias veces, por lo tanto
intento sincronizar el texto de mis recuerdos con el que va entrando
de los ojos de Elena directo hacia su mente para interiorizarlo al mismo
tiempo.
Hola chicas,
Es muy difícil para mí escribir este
mail. No obstante pienso que es la mejor manera de contaros mi nueva
situación. Espero que vosotras también lo creáis así o, por lo
menos, sepáis comprenderme.
Después de un tiempo sopesándolo,
Ángel y yo hemos resuelto separarnos.
Aunque os sorprenda, ha sido una
decisión meditada, consensuada y civilizada.
Ambos creemos que es absurdo tratar de
arreglar algo que no está roto, pero sin embargo ya no nos sirve.
Así que hemos decidido dejarlo a tiempo, antes de que todo se
deteriore.
Queremos hacerlo de forma que resulte
lo menos traumática posible para Iñigo.
Ángel se marchó de casa hace dos
días, pero el niño no lo sabe porque está desde hace tres con mis
padres, con la excusa de que vamos a pintar su habitación.
Pensamos que debemos ponernos de
acuerdo sobre cómo contárselo antes de hacerlo. Después de todo
tiene siete años, suficientes para entender, pero no tanto para
afrontar con madurez. Por lo tanto hemos decidido acudir a un
psicólogo, para que nos ayude a encararlo.
He pedido permiso en la oficina y
durante una semana he aparcado mi vida: el trabajo, el niño,
vosotras, el spinning... y me he metido de lleno en un trajín de
papeleos, abogados y psicólogos.
Supongo que comprenderéis que de
momento no me apetece hablar más del tema. He dado ya demasiadas
explicaciones y ya está todo dicho.
No os preocupéis por mí. Me encuentro
bien, tranquila y volveré pronto.
Os llamaré en cuanto esté de nuevo
operativa.
Un beso,
Irene.
Elena ya ha terminado, lo demuestra su
expresión de incredulidad. Coloca con cuidado el móvil sobre la
mesa.
-¡Qué mal!- expone como todo
comentario, y esa escueta valoración me conmueve. Porque yo también
estoy mal. Porque me siento absurdamente culpable. Parece que al
descubrir lo que pasaba abrí desde la distancia una caja de Pandora
en la que no queda ni tan siquiera la Esperanza.
Porque esto no debería haber ocurrido.
Todavía no habíamos decidido qué hacer con lo que sabemos y ya no
importa... o sí importa y seguimos sin decidirnos.
- Yo también me siento fatal-
corroboro- parece como si le hubiera fallado, no sé... Sin embargo
el tono del mail de Irene es bastante neutro, parece que está bien,
¿no crees?-
-No lo sé- responde Elena- ¿Recuerdas
cuando fuimos a gritar?, ¿recuerdas la cantidad de rabia que se
ocultaba tras la aparente calma de Irene?-
Asiento con la cabeza. Elena tiene
razón. ¿Quién sabe las tormentas emocionales que esconderá el
tono civilizado de este mail?
Mide 1,75 y todavía sigue padeciendo ese complejo de persona
demasiado alta que se inició en su adolescencia, cuando sacaba una cabeza a las
demás niñas y a algunos niños…
Es delgada y desgarbada. Su postura corporal parece
querer restar centímetros a la longitud de su espalda encorvando los hombros y
agachando la cabeza, lo que le otorga un aire de inmensa fragilidad. Parece que
le pesara la vida…
Tez morena. Sus ojos, entre verdes y castaños, no
son excesivamente grandes pero lo parecen porque siempre están abiertos de par
en par ante cuanto le rodea. Son la expresión máxima de su curiosidad innata.
El rostro anguloso revela las, ya más que
evidentes, líneas de expresión.
Nariz
recta. Labios finos.
Su sonrisa perpetua de persona tímida se cierra ocultando
una hilera de dientes bastante regulares.
Cuando cumplió los cuarenta años, hace ahora casi
dos, cambió su eterna melena castaña por un corte de pelo radical, casi a
trasquilones, que le confiere un atractivo aspecto entre sexy y aniñado y
resalta su largo cuello moreno.
Jamás se pone tacones. Cuestión de altura. Le
encantan las sandalias planas y las botas cómodas.
Se
viste como si en vez de resaltar su cuerpo quisiera apartar la atención de él
trasladándola a la ropa que elige.Le
entusiasman los estampados de vivos colores, los bombachos, las túnicas. En
realidad le gustan las prendas étnicas que desprendan ese exotismo que ella
tanto anhela. Adora el tacto de la seda y el terciopelo sobre la piel.
No sale de casa sin pintarse la raya de los ojos y
aplicarse brillo en los labios. Cuando cree que la ocasión lo requiere, incide
especialmente en la mirada, y maquilla sus expresivos ojos con una dramática
sombra ahumada.
Se perfuma a diario, justo después de vestirse, con
una fragancia floral en la que predomina sutilmente el jazmín, su aroma
favorito.
Le fascina la bisutería llamativa. Recargadas piezas
de plata y piedras semipreciosas cuelgan de su cuello, adornan sus orejas,
rodean sus larguísimos dedos…
Su aspecto externo depende de su estado anímico, y
según el día, pasa de extravagante a recatada.
Es por todo esto que Sara desprende un halo de
fragilidad y exotismo a partes iguales…
“La persona que pretende verlo todo
con claridad antes de decidir, nunca decide"
(Henri-Frédéric Amiel)
- Bueno, entonces, ¿se lo contamos a
Irene o no?- pregunta Sara por enésima vez- ¿qué hacemos?
Pues nada. No vamos a hacer nada. Lo
obviaremos.
Porque si lo contamos fuera de aquí,
se convertirá en realidad. Y golpeará a Irene con fuerza
arrolladora, y tal vez a nosotras también.
Porque, en este caso, callarse no
significa desentenderse, significa haber tomado una de las dos
decisiones posibles.
Si solo pudiera olvidarlo todo...
ignorar la urgencia de una respuesta, mirar para otro lado y seguir
con mi vida de siempre...
Eso querría decir. Pero no lo digo.
- No sé, Sara- respondo sin embargo-
Tampoco conocemos toda la historia. Irene apenas habla de su
matrimonio. Puede que formen una de esas parejas abiertas...-
aventuro sin convicción.
- ¿Irene?, ¿nuestra Irene?- pregunta
Sara con un deje de ironía- ¿De verdad piensas que puede tomar
parte de algo así?-
- Supongo que no- me rindo a la
evidencia- Pero, ¿tú crees que quiere saberlo?-
- Esa es la cuestión fundamental- comienza Sara
suspirando- yo creo que todo el mundo tiene derecho a conocer la
verdad, pero también a ignorarla. ¡Qué complicado!
- Estoy de acuerdo- convengo- ¿en qué
grupo crees que se encontrará Irene? Conociéndola un poco pienso
que querría saberlo, pero la idea de que lo sepamos nosotras no creo
que le haga demasiada gracia...-
Siempre que imagino a Irene la veo como
el reflejo externo de una mujer con una firme voluntad. Justo debajo,
donde no se puede ni tan siquiera intuir si no es rompiendo esa
coraza, creo que se esconde una mujer vulnerable que se encuentra tan
dominada por la otra, que no se permite ni mostrarse.
Mucho me temo que esta noticia
destrozaría a ambas por diferentes motivos.
A la vulnerable por lo evidente: la
traición del amor. A la fuerte por la proyección social de lo que,
probablemente, ella considere como un fracaso personal...
- Tampoco sabemos si es una aventura
puntual o es una relación duradera. No creo que sea lo mismo-
expongo.
- Yo tampoco- secunda Sara- Creo que
podría disculpar una canita al aire provocada por las
circunstancias, pero pienso que una relación paralela sería
imperdonable...-
Perdonar... Hasta ahora estaba tan
concentrada en decidir si contárselo a Irene y en prever su reacción
más inmediata, que no me había parado a pensar a más largo plazo:
de saberlo ¿sería capaz de perdonar?-
- ¿Tú crees que Irene toleraría una
infidelidad?- pregunto.
Sara calla. Piensa antes de hablar,
como si estuviera escogiendo las palabras precisas:
- A veces tengo la impresión de que,
frecuentemente, Irene actúa de cara al exterior. Como si fuese una
obra de teatro y ella representase el papel de una mujer que tiene la
vida perfecta.
Creo que por ese motivo, y si nadie más
lo supiese, obviaría el tema para no defraudar a ese supuesto
público que espera un final feliz-
Justo lo que yo pienso.
- Pero eso no es perdonar- intervengo.
Sara sacude la cabeza negando
tristemente.
-Si te sucediese a ti ¿te gustaría
saberlo?- le pregunto.
Sara suspira y responde de inmediato:
- Sí- afirma rotunda- creo que el
conocimiento es la base de la libre elección y la semilla de las
decisiones acertadas. ¿Y tú, querrías saberlo?-
- No lo sé- respondo y experimento una
repentina sensación de desazón recorriendo todo mi cuerpo- En parte
me gustaría saberlo, pero si no voy a actuar en consecuencia, o no
es una de esas relaciones largas que hemos mencionado, me decanto por
la ignorancia.-
No quiero decirlo. No quiero oírlo. No
quiero saberlo. No quiero que me pase...
Creo que voy a pedir una palmera de
chocolate para endulzar un poco este trago amargo...
Me giro hacia la barra y veo movimiento en las mesas cercanas,
algunas personas comienzan a levantarse.
¿Qué hora es? Miro al reloj.
Es casi la hora en la que termina el
judo. Irene no ha venido...
Cuarenta y un años bien llevados, la
sonrisa fácil y el gesto pausado.
El cabello, castaño claro, cuelga
hasta sus hombros en una melena lisa partida por la mitad o domado
hacia atrás cuando lo recoge en una desmadejada coleta floja.
Las canas a menudo festonean sus
sienes, porque se siente perezosa para acudir a la peluquería con la
frecuencia con la que demandan las raíces de su pelo.
Sus ojos son azules tirando a grises:
sosegados, dulces, acogedores.
El rostro recuerda al de una Madonna de
un pintor barroco: el óvalo redondo, la piel fina y luminosamente
clara. Sobre ella en contraste, diríase casi en relieve, una boca
de labios rojos y dientes grandes.
Se ríe mucho. A carcajadas. Con la a.
Frecuentemente contagia a las personas
de su entorno con el sonido cantarín de su risa y las impulsa a
participar de su alborozo.
Mide 1´64 m. De su peso no habla.
Es rotunda de formas. Cadera ancha y
pecho generoso, muy femenina.
Normalmente viste cómoda, con mallas y
botas altas, jerseys amplios o largos vestidos vaporosos.
Sin embargo hay días en los que se
despierta sexy, se sube a unos tacones y se embute en una blusa de
escote pronunciado.
Entonces se mira en el espejo y se
siente poderosa.
No se resigna a su actual talla, por lo tanto, en su armario conviven en singular armonía las prendas que usa junto con las que, aunque no pierde la esperanza de volver a ponerse, en estos momentos no le es posible.
Su perfume se compone de notas cítricas
que se elevan por encima del olor a suavizante de su ropa.
Nunca se maquilla, por pura pereza.
No obstante, en ocasiones especiales,
se regodea sombreando sus párpados con colores metálicos que
realzan el color de sus ojos y erotiza sus labios aplicando sobre
ellos un sensual y húmedo gloss brillante.
Entonces se mira en el espejo y siente
que Cenicienta se ha convertido en princesa.
Sus joyas se reducen a la clásica
alianza de boda y a unos pendientes de oro blanco que le regaló su
marido el día en que nació su hijo.
Cuando está pensativa o escucha
atentamente, apoya el codo izquierdo en cualquier superficie que se
encuentre a su alcance, y con esa mano acaricia el lóbulo de su
oreja.
Emana de todo su ser una profunda
sensación de presencia absoluta y de perfecto enraizamiento.
“No sabemos lo que nos pasa, y eso es
precisamente lo que nos pasa”
(José Ortega y Gasset)
¿Llego tarde o es que Elena y Sara han
llegado pronto?
Ya han terminado los cafés y, por lo
que veo, Elena ha consumido también algo de bollería. Quedan migas
delatoras en un plato. ¿Qué le habrá ocurrido esta vez? ¿Qué
poderoso motivo le habrá obligado a saltarse la dieta?
Yo ya ni pregunto. En fin.
Están hablando de trabajo. Más bien
de su ausencia.
Me saludan un tanto distraidamente,
como si les costara mirarme, y siguen con la conversación:
- Bueno- cuenta Elena- los masajes no
son productos de primera necesidad, y la gente espera a tener una
contractura descomunal para venir a visitarme...
Antes repartía las citas con mucha
antelación. Cuando terminaba una sesión, el cliente normalmente
pedía hora para la siguiente.
Ahora te suelta el temido: “Ya te
llamaré”, que significa que, con suerte, volverá cuando antes de
cruzar una calle tenga que mover, en vez de solo el cuello, todo el
cuerpo de un lado a otro para ver si vienen coches...-
Nos reímos pero asentimos con la
cabeza.
Personalmente no creo que mi puesto de
trabajo corra peligro a corto o medio plazo, sin embargo estoy
preocupada por Ángel.
Este fin de semana ha tenido que
asistir a una muy larga reunión laboral. Llegó ayer, cansado. No
contó nada.
Esta mañana, antes de irse, ha
musitado que tiene que hablar conmigo. Casi lo ha susurrado, como si
no quisiera que el niño le oyera. Parecía serio.
Creo que algo no marcha en su empresa,
pero no comento nada.
Habla Sara:
- Sí, el tema laboral está mal para
todos.
Cuando comencé a escribir, pensaba que
Internet iba a ser la salida natural a mi creatividad, que las nuevas
tecnologías se aliarían para dar a conocer mi trabajo.
En un principio me resultó incluso
sencillo. Me convertí rápidamente en colaboradora habitual en una
página web fija, y, aunque el sueldo no era para lanzar cohetes, me
encontraba realmente satisfecha conmigo misma, porque estaba
convencida de que había subido el primer peldaño, y de que mi
avance iba a ser ya imparable. Ocurrió todo lo contrario.
Poco a poco fueron escaseando los
encargos, y un buen día, sin previo aviso, la página web con la que
colaboraba dejó de existir.
Sin una explicación, sin conocer nunca
el motivo, me encontré igual que al principio. O peor, puesto que en
lugar del imparable avance que había vaticinado, llegó mi primer
gran retroceso.
Decidí, entonces, introducirme en el
mundo de los redactores por encargo... ¡vaya jungla!- Sara toma aire
y resopla con fuerza- Me he encontrado con situaciones verdaderamente
bochornosas: personas que, sin ningún pudor, copian los contenidos
de otras y los presentan como propios, gente que decide que
cualquiera puede dedicarse a escribir y entregan trabajos repletos de
fallos ortográficos garrafales... y no estoy hablando de alguna
tilde mal colocada, no. Hablo de haches y uves...
Durante esta andadura, he descubierto
además, que hay páginas en Internet en las que registrarse como
autor. Ponen en contacto a los redactores con los clientes
potenciales quedándose ellos con una parte del dinero que ingresa el
autor. Hasta aquí todo correcto.
Existen varias categorías de
escritores,dependiendo del talento demostrado en una prueba de
redacción inicial. Según la categoría, la tarifa es diferente.
Bien.
Lo sorprendente del caso es que los
escritos de la categoría inferior, los más baratos, se describen
como buenos, y en la explicación se especifica que “contienen
algunas faltas de ortografía” ¿Es eso profesional?
Y lo más humillante de todo...- Sara
vuelve a respirar hondamente- es cuando ofrecen un euro por un
artículo que debe ser lo suficientemente largo, original, bien
escrito, a poder ser por un licenciado en Periodismo o similar...¡Un
euro!
¿Es eso lo que vale mi tiempo, mi esfuerzo
y mi dedicación? ¿Plasmar en palabras una historia creada de la
nada solo cuesta un euro?- Sara está indignada, nunca la había
visto así- Lo malo es que hay personas que aceptan estas
condiciones, por lo que es muy posible que los abusos sigan
existiendo.
Soy muy consciente de que no es a
través de esa jungla por donde cruza mi camino, pero necesito
encontrar o inventar otra forma de ganarme la vida con esto. De lo
contrario tendré que dejarlo y olvidarme de la escritura para
siempre... ya sabéis, Don Dinero manda...- finaliza con una mueca de
tristeza.
Tiene razón. Nos acostumbramos rápido
a los dos sueldos, a las comodidades, y gastamos en base a lo que
ganamos. Si se reducen los ingresos, nuestra vida cambia. Vivimos en
base al dinero que tenemos...
Si ahora Ángel se quedara sin trabajo
dispondríamos de menos y tendríamos que renunciar a ciertos extras
que hacen que mi vida sea más placentera.
Espero que sea un malentendido y que lo
que me tiene que contar no tenga nada que ver con esto...
Elena está tardando una eternidad.
Miro el móvil. No ha contestado a mi mensaje. ¿Lo habrá recibido?
Le he pedido que venga un poco antes
porque tengo que hablar con ella. Cojo el móvil para ver qué hora
es. Cuando lo vuelvo a colocar en la mesa me percato de que ni tan
siquiera he visto el reloj. Vuelvo a mirar. Todavía es pronto, pero
mis extremidades empiezan a experimentar el familiar cosquilleo
previo a un estado de nerviosismo extremo. ¿Por qué tarda tanto?
Bebo un sorbo de té y me quemo la
lengua. En realidad han pasado unos pocos minutos y no ha tenido
ocasión para enfriarse.
No ha dado tiempo a nada. Solo a
ponerme nerviosa...
Respiro hondo y dirijo mi atención
hacia el centro de mis emociones, unos dedos por debajo del ombligo.
Vuelvo a respirar. Una vez más... Mejor.
Llega Elena. Con su paso reposado y su
sonrisa perpetua. Me saluda alegremente.
-Tengo que contarte algo muy fuerte- le
digo de sopetón- Siéntate.
Elena se ríe.
-¿Otra vez?- pregunta con sorna. No me
he dado cuenta de que estaba ya sentada.
-El sábado vi al marido de Irene con
otra mujer- suelto de tirón, sin preámbulos.
-¿Con otra mujer?- pregunta anonadada-
¿Cómo?-
- Como te estás imaginando en este
momento. Muy acaramelados en un bar de Laguardia.-
-¿Qué hacías tú en La Rioja?-
pregunta con una expresión de sincera curiosidad en el rostro.
No puedo evitar una sonrisa ante lo
cómica que resulta la curiosidad de Elena dentro de la dramática
situación. Porque ella no sabe que que ayer estuve todo el día a
punto de llamar a Irene y contárselo todo. No sabe que no lo hice
por miedo, porque no me atrevía a enfrentarme a su reacción, fuese
cual fuese.
Pensé que hablar con Elena rescataría la razón de
entre la marejada de mis emociones. Así que contesto:
- Nos fuimos con unos amigos a pasar el
día en una bodega. Después de cenar fuimos a tomar unas copas, y
allí estaba Ángel, en un bar-
-¿El te vio?- inquiere Elena ya
sumergida en la historia.
- No, estaba muy ocupado. De todas
formas no creo que me hubiese reconocido. Solo hemos coincidido una
vez en una exhibición de judo de los niños, y apenas nos
hablamos...-
-¿Estás segura de que era él?- y su
gesto va mudando, de sorpresa a preocupación.
-Sí. Soy buena fisonomista- contesto
convencida- Además está el detalle de que Irene nos ha contado más
de una vez que ha su marido le falta la falange del dedo anular. Al
de Laguardia también.-
Elena calla. Creo que está intentando
asimilar la información.
-¿Qué hacemos?- le pregunto sintiendo
un vacío a la altura del estómago- ¿se lo contamos a Irene?-
Elena continúa callada. Me mira con
expresión desvalida y sacude la cabeza suspirando.
- Voy a pedir- anuncia levantándose de
la silla y acercándose a la barra.
Me encuentro más tranquila. Las
preocupaciones compartidas pesan menos y entre las dos hallaremos una
solución. ¿O no?
Elena ha vuelto de la barra con un café
con leche y una napolitana de chocolate. La charla que hemos
mantenido le ha llenado de angustia e intenta que el chocolate la
reconforte. Ahora lo veo.
En este momento se ha percatado de que
la he incluido en un conflicto en el que en un principio estaba yo
sola. Y ahora tenemos que tomar una decisión. Las dos.
Mi confesión ha actuado como los vasos
comunicantes. Mi ansiedad no ha desaparecido como por arte de magia:
simplemente se ha trasladado una parte desde mi persona hacia Elena.
No creo que sea justo para ella.
Come en silencio. Concentrada. Creo que
bloqueada.
-¿Se lo decimos?- pregunta- Creo que
nos va a odiar hagamos lo que hagamos...
Asiento con la cabeza. Es Irene. Creo
que nos va a odiar por el simple hecho de saberlo antes que ella...
-No tenemos que tomar la decisión en
este momento ¿no?- aventura Elena con expresión de súplica en la
mirada.
Me parece que quiere evadirse. Yo la he
metido en esto. Tengo que ayudarla a salir.
Me encojo de hombros:
-Podemos consultarlo con la almohada-
propongo. Y ella respira aliviada. Ha huido del problema retrasando
la solución. Para mí no es un remedio ni mucho menos, pero Elena ha
sacado la preocupación de su presente, que es donde vive, para
trasladarla a un lugar en el que no habita.
Cambia radicalmente de tema. Como si
no hubiese existido la conversación. Me cuenta ahora su fin de
semana. No le escucho. Solo pienso en Irene...
Hasta que llega. La ropa adecuada. El
pelo alisado. El maquillaje impecable y la sonrisa perfecta.
Sara, Elena e Irene se van a tomar unas merecidas vacaciones. Volverán sobre la segunda quincena de Julio con fuerzas renovadas y más ganas de seguir charlando. Os quieren agradecer a tod@s por interesaros por sus ilusiones, sus miedos y sus deseos, que a veces son extrapolables a los de muchas otras personas.
En especial querrían agradecer a tod@saquell@s que dejan su opinión por escrito, porque son los que, con sus comentarios, mantienen viva la esencia del Blog...
“Cada fracaso enseña al hombre algo
que necesitaba aprender”
(Charles Dickens)
- ¿No sigues con la dieta?- pregunta
Sara y en su voz intuyo un poso de desilusión.
Sería fácil mentir. Contentarla.
Fingir que todo va estupendo y que estoy encantada de la vida. Pero
no. No voy a engañar a nadie, y menos a mí misma.
- Sigo, sí, pero sin ilusión...un día sí y dos no-
comparto con ellas- Lo intento. Os aseguro que lo intento.
Pongo en práctica todos los trucos que
planeasteis para mí: Lo tomo como un juego. Pienso en esa recompensa
que, espero, tengáis ya preparada- nos reímos mientras asienten con
la cabeza- Me bombardeo con afirmaciones positivas. Intento
autoconvencerme de que es lo mejor para mí, de que es la base para
lograr una vida sana. Pero en vano- Resoplo.
Lanzo una mirada implorante. Espero que
me contesten. Espero que alivien esta sensación de fracaso que me
corroe por dentro. Porque yo sola no puedo...
-Quizá es que no estás siguiendo la
dieta adecuada- aventura Irene con cautela- cuanto más personalizado
es un régimen, mayor es su eficacia-
-Claro- secunda Sara- Elige de la
comida que puedas comer, la que más te guste. No solo tienes que
comer pescado hervido. Hay recetas dietéticas muy apetitosas-
No me entienden. No se trata de la
comida. Es una cuestión de actitud. Se lo digo.
- No es eso, conozco todos los
regímenes del mundo: los personalizados, los generales, los que
están de moda y las dietas milagro...- suspiro- He acudido a
nutricionistas y centros para adelgazar. Siempre me pasa lo mismo:
Comienzo entusiasmada, no existe en mi vida nada más que la dieta,
pero a medida que transcurren los días me impaciento, pierdo fuelle
y me invade el desánimo-
Me callo. Me cuesta reconocer que me
afecta. Intento seguir con mi vida como si no me importara nada, como
si yo estuviera por encima de esas cosas. Sin embargo en el fondo lo
considero un pequeño, o no tanto, fracaso.
Irene y Sara esperan. Sigo hablando:
- Es entonces cuando comienzo con los
excesos. Al principio son algo puntual, luego pasan a ser más
frecuentes y finalmente vuelven a ser parte de mi rutina diaria-
- Si algo estoy aprendiendo de vosotras
es que los excesos no son malos en sí- afirma Irene rotunda con una
sonrisa radiante- Da igual que sea un grito o un pastel, a veces lo
necesitamos. Piensa en cualquier proceso largo que emprendas en la
vida como recorrer un camino. No pasa nada por sentarse un rato a
descansar, lo que hay que aprender es a levantarse después y seguir
caminando.-
Irene enrojece un poco a causa del discurso que acaba de soltar, en el que empieza a creer.
- Sí, sé que tienes razón- le
respondo- pero dónde o cómo puedo aprender a tener esa constancia
que me ayude a continuar por el camino. En mi caso, cuando me invade
el desánimo, abandono todo sin aparentes remordimientos y me embarco
en algún otro proyecto que aplaque mi sed de entusiasmo.-
Me está sentando bien compartirlo con
ellas. No sé, tengo la impresión de que no me juzgan, ni tan
siquiera Irene. Por eso me resulta fácil sincerarme. Recuerdo todos
mis proyectos abandonados a la mitad y sigo, esta vez con una
sonrisa:
- Cuando empiezo algo, no importa que
sea una dieta o un curso, inmersa en mi entusiasmo inicial me procuro
todo tipo de material relacionado con la nueva actividad. Me equipo
de arriba a abajo aun antes de haber comenzado, sin saber si voy a
seguir. Así tengo los armarios llenos de libros de dietas, botes de
productos para régimen a medio utilizar, cuadernos casi vírgenes,
manualidades sin acabar, cremas anticelulíticas recién empezadas...
Barbie kits los llamamos en mi casa- Se ríen- Mi última adquisición
es el pack de macrobiótica: un libro, algas, miso orgánico...-
-¿Te has vuelto macrobiótica?-
pregunta Sara interesada.
-Lo fui durante cuatro largos días-
respondo. Se vuelven a reír.
-Bueno, tú piensa que si un día
sientes la irrefrenable necesidad de aplicarte crema anticelulítica
a las dos de la mañana, no tienes que buscar una farmacia de
guardia, la tienes ya en casa- apostilla Irene en el mismo tono
jocoso.
A veces tengo la sensación de que
oculto con el humor mis verdaderos sentimientos. Creo que me río de
los problemas en vez de padecerlos o afrontarlos. Sé que es bueno
desdramatizar, pero tal vez algún día me convenga enfrentarme a
pecho descubierto con el dolor. No sé.
Interviene Sara:
- Igual es que no aceptas las emociones
negativas. Disfrutas tanto del entusiasmo mientras dura, que cuando
comienza a disminuir, corres a buscar algo diferente que te
proporcione la misma emoción. Un poco como las personas que son
adictas al enamoramiento y pasan de pareja a pareja sin que madure
nunca la relación-
Tiene sentido.
- Como te he dicho antes,- continúa
Irene- si estás desanimada, es el momento de sentarse. Pero no de
dar marcha atrás y regresar al principio. Cuando hayas descansado
sigue por el mismo camino. Tienes que utilizar la constancia-
- Eso es- añade Sara- Yo también creo
que la solución es integrar el desánimo en tu vida más que huir de
él. Comprender que es un estado pasajero, no un fin absoluto. Y,
aunque en esos momentos te parezca que todo lo que haces no da
resultado, recuerda el cuento de las ranitas
“Vengo con mi recuerdo inmutable, tan
intacto en su ayer que no encaja en el ahora”
(José Luis Sampedro)
Llega Irene. Acelerada como siempre,
pero con una sonrisa dibujada en el rostro. Parece más relajada.
Se
sienta y se ríe.
- ¿Qué te pasa?- pregunta Sara
sonriendo contagiada por su alegría.
- La verdad es que no tiene ninguna
gracia- contesta Irene- pero como me habéis abducido, ahora me tomo
las cosas de forma positiva y me río por cualquier cosa- añade
irónica.
- Cuando venía hacia aquí un chico me
ha llamado señora. En la puerta del cajero le ha dicho a su amigo:
“deja que pase la señora”- prosigue- Y no era un niño de diez
años, no, tendría unos veinte. ¡Qué mayor me he sentido!-
-Bueno- interviene Sara riendo- piensa que por
edad, incluso podrías ser su madre-
- Ya- continúa Irene- Pero es triste
pensar que invierto un montón de tiempo y dinero en gimnasio y
cremas para que al final, en vez de ser una madurita sexy, sea: ¿una
señora? ¡Vaya fracaso!-
Se ríe. Nos reímos las tres, pero
creo que en el fondo no le hace ninguna gracia.
Me parece que Irene pretende ganar la
batalla al tiempo, y contar derrotas resulta catastrófico para su
autoestima.
-¡Pero si estás estupenda!- le animo.
De verdad lo pienso- Yo no he tenido ese cuerpo ni con veinte
años...-
- No se trata tanto del cuerpo como de
la cara- responde con un gesto de resignación- Son las arrugas, las
marcas de expresión, la flaccidez... Cuando más consciente soy de
ello es cuando reviso antiguas fotos. Envidio esa tez lisa, ese
rostro resplandeciente...-
-¡Uy las fotos!- comenta Sara- A mí
las fotos antiguas, además de evidenciar los estragos causados por
las modas tanto en el pelo como en la ropa,- nos reímos- me llevan
directamente al momento en que fueron sacadas. Vuelvo a revivir
entonces emociones del pasado, que ya sabéis que es mi paraíso
perdido-
Suspira y continúa- Objetivamente soy consciente de que
estoy en un momento estupendo de mi vida. Tengo una familia a la que
adoro y me estoy empezando a querer y a valorar a mí misma también.
Comienzo a lograr un equilibrio entre la mujer que soy y la que
quiero llegar a ser... Sin embargo, a veces echo en falta sensaciones
que se quedaron en el pasado...-
- Te entiendo- sigue Irene- Yo añoro
las ilusiones intactas. Tener toda la vida por delante para
cumplirlas antes de que el tiempo, una vez conseguidas, se encargue
de devaluarlas- añade casi para si misma-
Estoy convencida de que el día que
fuimos a las rocas Irene expulsó algo más que un grito. Se está
empezando a sincerar y a soltar lastre. Le va a venir muy bien.
- Yo sobre todo recuerdo las primeras
veces. Bueno, más bien los momentos anteriores a todas las primeras
veces...- prosigue Sara.
-El día anterior a emprender el primer
viaje con alguna amiga. Justo antes de entrar, por vez primera, a
clase en la Universidad. El instante previo a acudir a una cita con
un chico al que acabas de conocer, prepararse antes de salir de
fiesta un sábado. Ese momento en el que eres consciente de que vas a
hacer al amor por primera vez...-
Creo que nos ha convenido a las dos. Yo
también echo de menos esos momentos. Sara continúa:
- Sin embargo, nada me parece
comparable al segundo justo anterior al primer beso. Y no hablo del
primer beso en la vida- sonríe con mirada pícara- sino del primer
beso con cada chico.
Ese instante en el que el mundo se
reduce a una burbuja cerrada habitada por los dos. En el que sientes
el vértigo porque sus ojos te atraen como el abismo y te pierdes en
su mirada. Ese momento en el que todo tu cuerpo se convierte en pura
gelatina y crees que tus piernas no te van a sostener. Acercarse a
cámara lenta, la respiración agitada, y una amalgama de alientos
cuando las bocas están ya próximas. Una promesa que pasa a ser
realidad cuando los labios al fin se juntan y las lenguas pasan a
explorar la boca ajena...-
- ¡No sigas por favor!-interrumpe
Irene riendo- ¡Me estoy derritiendo! ¡Quiero vivir esa sensación!-
-¡Yo también!- secundo con un
puchero- ¡Y la quiero ahora!-
Nos reímos y después callamos. Cada
una embebida de sus propios besos.
- Y tú, ¿qué es lo que más echas de
menos?- me pregunta Sara rompiendo el silencio.
Reflexiono por un momento y lo tengo
claro:
- Sentirme segura ante el espejo-
afirmo rotunda- Y creo que no es una cuestión tanto de edad como de
actitud. Tú antes has comentado que en tu caso no era una cuestión
de cuerpo.- me dirijo a Irene que asiente con la cabeza- En el mío
sí: este no es el mejor momento en mi relación con él, y añoro
cuando nos llevábamos bien, cuando colaborábamos. No era una top
model, pero me sentía atractiva. Y tenía fuerza de voluntad...-
-Pero sigues con la dieta,¿no?-
pregunta Irene- ya se te empieza a notar...-
“Si no tienes la libertad interior,
¿qué otra libertad esperas poder tener?”
(Arturo Graf)
Esto es surrealista. Las tres en pie,
en el borde de las rocas. Asomadas al abismo del mar.
Elena y Sara
esperando a que grite bien. Pero, ¿cómo se supone que es un grito
correcto?
Lo más surrealista de todo es que en
medio de esta insensatez, en lo que más pienso es en que esta mañana
he madrugado para plancharme el pelo y, con esta humedad, noto cómo
está comenzando a ondularse.
Estas dos siguen sin rendirse, ¿qué
pretenden de mí? Lo he intentado, pero no es suficiente.
Nunca lo es. Debería poder hacerlo mejor.
Pero no quiero preguntar cómo hacerlo.
Tengo la impresión de que de esa manera rebajo el valor de lo
logrado.
Sin embargo se espera de mí que lo
consiga. Y quiero acabar con esto de una vez, así que pregunto:
-¿Cómo tengo que gritar para liberar
la rabia?- y esa pregunta me hace sentir inferior.
-Inspira profundamente,- explica Sara
con voz queda- e intenta que el aire llegue lo más adentro que
puedas. Una respiración abdominal. ¿Sabes hacerlo?-
Asiento con la cabeza. Claro que sé.
-Cuando lo hagas, intenta retener el
aire un momento- continúa Elena con voz excitada- Entonces
concéntrate en tu rabia, siéntela, recréate en ella y suéltala en
forma de grito-
Ya estamos. No me han aclarado nada.
Conceptos vagos pero no me han explicado exactamente cómo he de
gritar.
Bueno, empezaré por la respiración
abdominal. Eso sé hacerlo.
Inhalo lentamente y siento cómo el
aire hincha mi abdomen. Lo retengo. Ahora tengo que pensar en mi
rabia. De acuerdo.
Reflexiono sobre las veces que salgo
tarde de trabajar a causa de la dejadez de otras personas. Por ahí
voy bien. La impuntualidad. Sí, eso me enfurece. La gente que cree
que su tiempo es más valioso que el mío y me hace perderlo
esperando. Las madres indolentes que permiten a sus niños ser
maleducados con el resto. Perfecto.
Y lo que más me irrita es no ser capaz
de demostrar lo que siento en esos momentos, tener que aguantar mi crispación bajo
control porque no considero que sean razones suficientes para
enfurecerme públicamente.
Esto funciona. La familiar y molesta
sensación a la altura del estómago comienza a crecer. La noto...
Me descubro pensando en Ángel y,
sorprendentemente, me encuentro con la ira que me provoca que dé por
sentadas ciertas cosas. Que no exprese sus deseos porque se supone
que yo debo adivinarlos. Que mis emociones tengan que fluctuar según
su estado anímico para no romper el equilibrio, y que ambos asumamos
que yo tomo las riendas en todas las ocasiones. Estaba convencida de
que era lo que yo quería. Pero no.
Siento rabia.
Pienso en cómo mi madre dispone de mi
tiempo. En sus sutiles comentarios que yo interpreto inmediatamente
como órdenes.
Siento rabia.
Ahora retrocedo y veo claramente a esa
niña dócil a la que enviaron a ballet aunque ella prefería el
baloncesto. A la que aconsejaron, por su bien, estudiar secretariado
en vez de diseño. A la que animaron a casarse con ese “buen
chico”.
Veo a esa niña que me reprocha, llena
de rabia, haber permitido que hicieran eso conmigo. Me pregunta con
gritos mudos por qué no me he rebelado, por qué he actuado siempre
como los demás pretendían que lo hiciera, por qué pretendo que los
demás actúen a mi manera... Esto es recrearse en la rabia. Lo
ignoraba.
La sensación de mi interior ha tomado
cuerpo hasta convertirse en una bola imposible de contener, e
inevitablemente se transforma en grito.
No nace de la boca del estómago.
Comienza más abajo, en el vientre, y adquiere una fuerza imparable
que impregna de ansias de libertad cada célula de mi ser. Cierro los
ojos. Abro la boca y grito. Lloro. Y grito a través de todos los
poros de mi piel.
Por la niña que fui. Por la madre,
esposa e hija que soy. Grito para liberarlas a todas de la pesada
carga de la ira contenida. Esa rabia que, escondida tras la máscara
de la compostura, habitaba en mí sin tan siquiera ser consciente.
El grito se alarga, crece en intensidad
y finalmente muere tragado por el murmullo de las olas. Me vacío
totalmente. Continúo con la boca entreabierta, las lágrimas
recorriendo mis mejillas. Tiemblo un poco.
Sigo pensando que la situación es surrealista,
porque a pesar de la experiencia que acabo de vivir no puedo dejar
de pensar en que voy a llegar a casa con el pelo rizado y el rímel
corrido...
Me río. Sara y Elena ríen conmigo. A
carcajadas.
Experimento una cálida y desconocida
sensación de pertenencia. Estoy tomando parte en algo.
Siempre me he quedado un poco apartada
en los actos participativos. Lo observo todo, incluso lo juzgo, pero
desde detrás de una invisible barrera.
No sé, supongo que me he colocado una
coraza, que es la que quiero mostrar al resto y tengo miedo de
quitármela y perder la compostura.
¡Ay madre, que esto es inseguridad! ¡La
leche! ¿Yo también? ¿Cuándo ha aflorado en mí esa emoción?
Después de todo tenía razón. Esto ha
sido un akelarre en toda regla..
“La razón trata de decidir lo que
es justo. La ira trata de que sea justo lo que ella ha decidido”
(Séneca)
¿A dónde nos dirigimos? Llevamos algo
así como veinte minutos circulando por la sinuosa carretera de la
costa, y estas dos no sueltan prenda.
Han venido a buscarme con una sonrisa
en el rostro, una de esas que provocan miedo...
Me molesta que, a mis espaldas, ideen
planes que me afectan directamente.Parece que ellas están
convencidas de que lo que vamos a hacer va a ser estupendo para mí.
¡Pues que me lo cuenten, coño, y yo decidiré si lo es! No me gusta
la incertidumbre. Odio las sorpresas. Y lo saben...
Elena conduce con mucha calma mientras
Sara, a su lado, parlotea sin cesar. Yo miro por la ventanilla.
No estoy enfadada, aunque sí un poco
molesta, porque me da rabia que piensen que soy tan accesible que
pueden mangonearme a su antojo.
Compongo una pose digna contemplando el
paisaje y participo en la conversación con algún comentario casual
para no otorgarles el poder de haberme alterado. Estoy tranquila.
Simulo estar tranquila.
¡Vaya! Elena aminora la velocidad y
aparca el coche en una explanada de hormigón totalmente desierta.
Una especie de parking improvisado que en verano, y con buen tiempo,
seguro que se encuentra atestado de coches.
Sin embargo hoy hace frío, y una fina
llovizna, más bien una niebla húmeda entristece el ambiente.
-¡Ya hemos llegado!- anuncia Elena con
una sonrisa triunfal- ¿nerviosa?- me pregunta guasona.
-¡Para nada!- respondo con una sonrisa
que espero no resulte forzada y oculte mi turbación- A ver qué me
habéis preparado...-
Comenzamos a descender por un sendero
serpenteante hollado por cientos de pies en su peregrinaje estival.
Personas que con la llegada del verano recorren este camino para
disfrutar de un día junto al mar.
Donde termina el camino, como dejadas
caer de cualquier manera, se hallan las grises rocas. De diferentes
tamaños, algunas musgosas, otras secas. Unas planas y otras
puntiagudas. Aquellas golpeadas por la marejada. Todas desiertas...
Presidiéndolo todo el mar, la mar...
oscura, profunda, tremendamente viva...
Descendemos lentamente. Primero Elena,
después Sara y, finalmente, yo. ¿Qué haremos?
Sara alarga su brazo y me aprieta la
mano. ¡Ay madre!, que estas me llevan a practicar algún ritual
atávico de comunión con la madre naturaleza o algún despropósito
similar...
¡Ya nos estoy viendo intercambiando
gotas de nuestra sangre mientras bebemos alguna pócima para
enaltecer nuestra femineidad!
Sonrío para mis adentros, pero empieza
a invadirme una especie de aprensión. Quiero irme a casa.
La verdad es que el lugar y la
escenografía se prestan a alguna especie de rito ancestral de
iniciación. Los bordes del camino están plagados de esas flores
amarillas que no sé cómo se llaman pero que para mí son el
paradigma de la flor silvestre.
El silencio es total y flota en el ambiente una suave
neblina que lo multiplica por mil ecos. Pero es el
silencio humano lo que falta. No hay ruido de coches, ni de música
atronadora, ni tan siquiera el murmullo de una conversación.
A cambio se oye el silbido del viento.
De vez en cuando el chillido de alguna gaviota que bate sus alas en
solitario. Y más fuerte que nada suena el rugido del mar.
Contemplamos un salvaje coqueteo entre
el viento y el océano. El aire incita al gigante marino a revolverse
y estallar en oscuras olas de rizada espuma. Crece y retrocede, pero
luego avanza implacable, y su presencia lo colma todo. Golpea con
fuerza las rocas e invade espacios que, tal vez, no le correspondería
ocupar.
Es hermoso. Melancólico y hermoso.
El aire a mi alrededor es húmedo y
huele a sal. Paso la lengua por mis labios y constato que es cierto,
que el mar salobre se ha instalado en el espacio que habitamos.
De pronto un agudo pinchazo se instala
bajo mi pecho. Parece que es la amenaza de un vacío, o la sombra de
un recuerdo.
Como en una película veo a una niña
de ocho o nueve años en un coche atestado de personas. Está de
rodillas en el asiento y saludando al coche que les sigue a través
de la luna trasera. Sin silla de seguridad ni cinturón de ningún
tipo. El coche huele a tortilla de patata, a filete empanado y a
fruta caliente. Todavía puedo sentir la sutil mezcla de aromas.
En la siguiente escena, la niña,
rodeada de más niños y desoyendo las inútiles advertencias
paternas, corre por un sendero parecido a este. Después se baña
entre risas en un mar semejante a este. Más tarde juega a cartas en
una roca plana similar a esa.
Mientras, los padres, sentados a la
sombra, beben vino caliente con gaseosa sin preocuparse por los
controles de alcoholemia y las madres se tuestan al sol
embadurnándose con una crema de zanahoria sin protección solar que
les deja el cuerpo brillante. Se oyen de fondo carcajadas
escandalosas y conversaciones fuera de tono. Fin de la película.
El pinchazo, definitivamente, pasa a
ser vacío y amenaza con convertirse en tristeza profunda. No lo
consiento. Prefiero lidiar con la rabia que enfrentarme a esa niña
que ya no soy yo. Vive en un pasado que ya no tiene cabida en la
adulta que habito. Fuera.
Llegamos a las rocas, al borde del mar.
- Bueno- empiezo forzando una sonrisa-
¿me podéis explicar a qué hemos venido aquí?
-¡Hemos venido a gritar!- exclama Sara
mientras Elena aplaude entusiasmada.
¿A gritar? Estas dos están colgadas.
-Es una forma genial de liberar
tensiones- expone Elena- de soltar esa rabia que decías que tienes
dentro.-
-¿Gritando?- pregunto intentando
evitar centrarme en que tanto Elena como Sara consideran que necesito
liberar la ira. No lo consigo, y siento rabia porque me pesa un poco
la tristeza de antes. Fuera. No me lo puedo permitir.
- Sí, empiezo yo- se ofrece Sara.
Mira hacia el mar, y se yergue recta
sobre sus piernas. Estira los brazos, abiertas las manos y profiere
un escalofriante alarido. Después aplaude y se ríe.
Es sorprendente que, con lo insegura
que es Sara, se exponga al ridículo de esta manera.
Elena le sigue. Cierra los ojos y los
puños y libera su grito. Se ríen las dos.
Al fin y al cabo antes no estaba tan
equivocada. Tiene algo de rito en comunión con la madre naturaleza
esta escena...
Me miran. Me toca. Me siento ridícula,
pero si me niego va a ser peor. Haré lo que me piden y punto. Luego
nos iremos a casa. Estoy harta de todo esto.
Lleno los pulmones de aire y lo suelto
con un grito. Me da vergüenza. Pero ya está.
-¿Eso es gritar?- pregunta Elena con
una risita burlona- ese grito ha salido de la garganta.
- Para que un grito sea liberador debe
nacer, por lo menos, aquí- añade Sara hundiendo un dedo debajo de
mi esternón.
“Si conociésemos a los demás como
nos conocemos a nosotros mismos, sus acciones más reprochables nos
parecerían dignas de indulgencia”
(André Maurois)
Irene ha respondido con un cabeceo rápido y enérgico a la pregunta de Elena y,
con los labios cerrados, ha emitido un sonido nasal para indicar que sí
es feliz. No ha resultado convincente. Y me da igual.
Elena ha ido al baño hace un momento y
llevamos un rato intolerablemente largo en silencio. No resulta
cómodo. Y me da igual.
Respiro hondo. Irene no tiene derecho a
hablarme de esa manera.
Bueno, si es que se estaba dirigiendo a
mí. Quizá no. Quizá luchaba contra ella misma.
Vale, pero no es justo que me haga
sentir así. No lo es.
Aunque, bien mirado, ¿es ella la
culpable? No lo sé. Tiene sobre mí el poder que yo le otorgo. Ni
más, ni menos.
Soy yo la que permito que me influya su
discurso.
Todo eso es cierto, de acuerdo. Sin
embargo, lo que es innegable es que Irene sabe lo vulnerable que soy
y cómo me afectan las cosas y se aprovecha de ello para resultar la
fuerte por comparación. Siempre la comparación.
No sé. Tal vez no es tan innegable.
Probablemente, en el fondo, ella sea mucho más insegura que yo y lo
único que pretendía con su alegato era huir de su propia
fragilidad. Puede que no conozca otra forma de hacerlo que dejar
expuesto, de su parte, a alguien que ella considere débil.
Le lanzo una mirada de soslayo. Tiene
los ojos bajos y brillantes y la mandíbula apretada.
Señal
inequívoca de rabia.
Pienso que esa ira reprimida le viene
de su inútil afán por querer controlarlo todo. De su intransigencia
hacia su persona y, por extensión, hacia los demás. También creo
que esa rabia proviene de una tristeza interna como leí hace poco en
un cuento de un libro de Jorge Bucay que me prestó Elena.
No es tan fuerte como aparenta. Y ahí está, tan expuesta... ¡Estúpida empatía y mierda de desarrollo
personal! Ahora siento lástima por ella y tengo la necesidad de
reconfortarla aunque mi propia rabia me aconseje lo contrario.
Elena vuelve del baño y toma asiento.
Se percata de la situación y decide tomar las riendas.
- Si pudierais cambiar algo de vuestro
interior, ¿qué sería?- Pregunta con toda la intención del mundo.
-Yo seguramente el miedo- contesto
aliviada de romper el silencio- Frecuentemente me siento bloqueada
por las preocupaciones, el temor al fracaso, a lo desconocido. El
miedo al futuro al fin y al cabo. Vuelvo entonces la vista a mi
pasado, al que para mí, es el refugio seguro. Por lo que me impido
avanzar con seguridad y valentía.- No había reflexionado sobre este
tema, pero en el momento en que termino de decirlo, descubro que
tiene mucho sentido.
-Yo por supuesto, la inconstancia-
toma el relevo Elena- Con lo entusiasmada que comienzo siempre todos los
proyectos... No importa que se trate de una dieta, un curso o incluso
un proyecto personal o profesional. ¡Qué poco me suele durar el
fervor inicial!
No sé si es falta de constancia o de
paciencia, pero de grandes hazañas abandonadas está mi currículum
personal lleno...- se ríe. Nos reímos. Las tres.
¡Qué fácil es liberar tensiones con
el humor de Elena cerca!
- Yo me libraría de la rabia que
siento a veces cuando las cosas no son como deberían de ser- suelta
Irene de improviso. Me sorprende porque es justo lo que yo estaba
pensando- Creo que es bastante nociva para todos- añade bajando la
voz.
No sé porqué, pero me tomo esa
declaración como una disculpa. Le sonrío.
- La ira contenida puede ser la
consecuencia de callar algo que necesitamos decir. O puede provenir
de un desasosiego interior que nos empuja a no aceptar la realidad
como es. La rabia se retroalimenta. Cuanto más tienes, más creas.
Igual es bueno saber qué es lo que
produce la ira. Analizar si el motivo es real o solo es el reflejo de
un pensamiento distorsionado- Aventuro.
- No me apetece hablar de ello en estos
momentos- responde Irene dando por zanjado el tema.
Elena y yo asentimos suavemente con la
cabeza. No tenemos ninguna prisa.
Elena sonríe enigmáticamente.
- ¿Tenéis algo que hacer el sábado
por la mañana?- pregunta con gesto pícaro.
Irene y yo negamos. ¿Qué estará
tramando?
- Entonces dejad los niños con sus
padres. Nos vamos de excursión...
“Vivir es decidir constantemente lo
que vamos a ser”
(José Ortega y Gasset)
Hoy Irene no tiene buen día. Se le
nota.
Desde que vino de Roma estaba
exultante: feliz y comunicativa. Hoy por el contrario se muestra
irritable. Nada más llegar se ha quejado de su horario, de su hijo,
su marido y del cortado que le han puesto.
Creo que, antes de venir, algo le ha
hecho enfadar y está soltando su ira contenida en pequeñas y
desagradables dosis.
-¿Os imaginabais hace quince años que
vuestra vida iba a ser así?- pregunta Sara de sopetón tras un tenso
silencio. Creo que intenta evitar que Irene siga quejándose.
-Bueno- respondo intentando seguir con
la conversación- Yo nunca me he preocupado demasiado por el futuro.
Lo cual no significa que no me haya ocupado de él.
Vivo el momento en plenitud y, supongo
que haciéndolo, voy sembrando la semilla para que crezca fuerte la
planta del porvenir- Siento que lo que acabo de decir ha sonado hortera
y pretencioso, pero es lo que pienso...
-Cuando tenía veinticinco años no
podía, o no quería, imaginar mi vida adulta. No me convertiría en
una señora de cuarenta años, y por supuesto: ¡No me he
convertido!- Nos reímos
- Soy una mujer que tiene esos años y
piensa y disfruta independientemente de su edad, solo de sus
circunstancias.
Un ejemplo: Ahora no alterno como solía
hacerlo, es evidente. No es porque no quiera o porque tenga cuarenta
años y crea que no debo. Simplemente he aceptado que mi hijo entró
a habitar mi vida y ni me planteo si me apetece salir más. Si puedo
lo hago, y sino me siento encantada de disfrutar en casa con mi
familia.
No sé si con veinte años quería esto
para mí. De lo que estoy convencida es de que entonces vivía como
me pedía el cuerpo y ahora también vivo como me lo pide.
Creo que estoy donde quiero estar en
cada momento.- Nada más terminar de decir estas palabras soy
consciente de lo satisfecha que estoy por cómo he actuado hasta
ahora y siento la necesidad de añadir algo más.
-Aprendo de mis errores, por supuesto.
Pero también aprendo, y mucho, de mis aciertos.-
Irene y Sara me miran en silencio.
-Pues yo creo que estoy en el mismo
punto que hace quince años- comienza Sara tras una breve pausa.
-Cuando tenía veinticinco años, mi
sueño era poder dedicarme a escribir, y me veía a los cuarenta
habiéndolo logrado.
Supongo que entonces carecía de los
recursos de que dispongo ahora, y, como soy tan influenciable,
comencé a recibir equivocadamente todas las señales del exterior.
Me volví demasiado receptiva a los condicionamientos externos, y
empecé a cambiar de fuera hacia adentro. Gran error por mi parte.
Desoí mi intuición, que me susurraba
que estaba tomando el camino incorrecto. Abandoné mis ilusiones más
íntimas para correr en busca de un sueño más global: tenía que
formar una familia estándar, con una casa, un coche (o dos), un
trabajo fijo... Me parecía que logrando la estabilidad encontraría
la armonía. Incluso mi yo interior calló su queja porque acabó
sucumbiendo a tanta influencia externa.- Se calla un momento. Se ríe-
Poco tiempo después sufrí una profunda crisis, claro... La crisis
de los cuarenta se me presentó un poco antes de tiempo y vestida de
insatisfacción personal. Estaba segura de que lo que había logrado no era lo que iba a hacerme feliz. Procuré despojarme de todas las capas de ideas
preconcebidas que me había colocado a modo de coraza y logré llegar
hasta mi yo interior, el abandonado.
Buceando por el interior de mi ser,
encontré a la mujer que había perdido por el camino, y la reconocí
evolucionada en su forma natural. Entendí que mi familia no es estándar,
y por eso es mi familia- sonríe- y, finalmente, en lo más profundo,
encontré intacto el sueño de mis veinticinco años.
En este momento estoy cambiando desde
dentro hacia afuera. Es más complicado, pero considero que el cambio
es más... profundo. De hecho ya ha comenzado y estoy utilizando,
aunque no como realmente quisiera, la escritura como forma de ganarme la vida.-
suspira.
Esto que ha contado Sara me recuerda a
un cuento de Jorge Bucay que leí hace poco.
- En fin, que he recorrido un largo
camino para acabar, con cuarenta años, en el mismo lugar del
principio. Con mi porvenir aún por labrar, pero mucho más
vieja...-
- Y más sabia- le rectifico.
Nos reímos las tres.
Sara y yo miramos
a Irene. Durante esta conversación ha estado sorprendentemente callada. Sin embargo, en este
momento creo que se ve obligada a narrar también su propia historia.
-Yo estoy exactamente donde me imaginé
hace veinte años. Desde siempre soñé con llegar a estar como
estoy: mi familia, mi casa, mis coches, mis caprichos... Nadie me ha
regalado nada- añade con gesto serio- Todo lo que tengo lo he
logrado por mis propios méritos, y me enorgullezco de ello.
No soy una persona que se deje
influenciar, ni pierdo el tiempo y la energía.
Para mí, eso son
excusas, porque si quiero algo voy a por ello. Eso es lo que yo considero
un éxito, tener la fuerza de voluntad suficiente para lograr que mis
sueños se hagan realidad- termina mirando a Sara.
Sara evita esa mirada volviendo la
vista hacia su taza. Remueve la infusión con la cucharilla
intentando disimular su intensa turbación. No lo consigue.
Me parece que Irene no pretendía
menospreciar a Sara. Ella cree en las verdades absolutas y en la
reglas generales y, supongo que intentaba mostrar su satisfacción al
lograr sus objetivos siguiendo esas pautas. Creo que lo que en
realidad intentaba era transmitir esa idea, solo que esa rabia que ha
ido asomando en destellos durante toda la tarde, se ha sentido
tentada por la profunda vulnerabilidad de Sara.
Irene no es consciente de que no todo
el mundo tiene su temple. Pero yo sí. Y no me puedo reprimir.
- Y tú, ¿has logrado ser feliz a los
cuarenta cumpliendo los sueños que tenías a los veinte?- le
pregunto desafiante.
Irene se calla y se inclina, casi
imperceptiblemente, hacia atrás, como si hubiera recibido un
puñetazo metafísico.
-¡Ya viene Irene!- exclama Elena
señalando la puerta por donde entra ella con su revuelo de ropa,
tacones y bolsas de siempre- A ver qué nos cuenta de su viaje...-
Irene se acerca pletórica. Después de
los saludos de rigor, se sienta y, con una sonrisa enorme, nos tiende
sendos paquetitos. ¡Nos ha traído un regalo de Roma!
Los abrimos rápidamente, con la
emergencia de la sorpresa y la alegría del agradecimiento.
Son dos pequeños calendarios con fotos
de los lugares más emblemáticos de la ciudad. En la parte de atrás
sobresale un imán para poder colocar el calendario pegado a la
nevera. Práctico y bonito. Típico de Irene.
-¿Qué tal el viaje? ¡Cuenta,
cuenta!- le avasallamos sin darle apenas tiempo para respirar.
-Llegamos ayer, ya de noche y agotados.
Sin embargo, la vida no se detiene, y había que poner lavadoras,
preparar comidas, ir a casa de mi madre a por el niño...- resopla-
¡En fin, que después de cinco días sin parar, casi no he tenido
tiempo de descansar.
No obstante, la ciudad me ha vuelto a encantar.
Había cosas que estaban exactamente igual que las recordaba.
Otras, por el contrario, contradecían mis recuerdos... Ya sabéis lo
subjetiva que puede llegar a veces a ser la memoria.
Hemos visitado una cantidad asombrosa de
lugares y esta vez, siguiendo vuestro consejo, me he documentado
antes. No para saber qué quiero ver, sino para saber qué estoy
viendo. ¡Yo lo quiero ver todo!- se ríe.
-He sacado una cantidad casi indecente
de fotografías. Me parece que voy a hacer un álbum digital con
ellas. Creo que es una forma práctica de revivir el viaje cuando
quiera- Irene se muestra entusiasmada.
- El viaje estuvo muy bien organizado
desde el principio. Puntualidad y eficacia. No tuvimos ningún
problema.
El hotel era tirando a regular. Más
bien viejo pero estaba en buena zona. La comida no estaba mal pero,
contando con que estábamos en Roma, tampoco era nada del otro mundo.
Habíamos contratado pensión completa,
por lo tanto al mediodía nos acercaban a comer a algún restaurante
cercano del lugar que estuviésemos visitando. Las cenas las
disfrutábamos en el mismo hotel. Salvo una noche que nos llevaron a
cenar al trastevere.
Creo que hemos hecho todo lo que hay
que hacer en Roma- prosigue con un suspiro satisfecho- con la ventaja
de que, al ir con todo organizado, hemos soportado muy pocas colas...
Nos hemos sumergido en la Roma imperial y también en la renacentista,
de la mano de nuestra guía.
La guía era una chica española que
vive allí y sabe un montón sobre la historia de la ciudad. Nos
explicaba todo en forma de cuento, como si fuéramos los
protagonistas de una película. Era increíble el entusiasmo con que
realizaba su trabajo. A eso le llamo yo una profesional...
Ella nos acompañaba por las mañanas,
y por las tardes éramos libres para hacer lo que quisiéramos.
He tomado en cuenta vuestros consejos-
añade- Hemos paseado por las orillas del Tíber. Tomamos un helado
en una de las famosas heladerías de la Fontana de Trevi. Escuchamos
el concierto de un coro en una iglesia. El recuerdo del Ave María de
Schubert todavía me estremece...
Me acordé de ti, Sara y escalamos,- se
ríe- porque aquello era escalar..., la Cúpula del Vaticano. Cenamos
una noche en el trastevere... Es cierto que no elegimos nosotros el
restaurante, sin embargo la trattoria a la que nos llevaron era
estupenda, muy típica y la comida... lo mejor que he probado en todo
el viaje. Definitivamente deliciosa.
Bebimos vino Lambrusco y después
licores cortesía de la casa. A la hora de los cafés la gente
comenzó a cantar, y alguno se animó también con el baile. Yo
incluida- Irene hace una pausa dramática para comprobar el efecto sorpresa
causado por sus palabras y continúa.
-Aquella noche, yo hubiera seguido de
fiesta, pero nadie me secundó. Todo el mundo estaba demasiado
cansado- termina con un cómico gesto de decepción.
Eso sí, teníais razón con los
precios. ¡Todavía estoy impresionada por lo que nos cobraron por unos
capuchinos en una terraza de la Piazza Navona!
En el grupo hubo buen ambiente. Casi
todos eran estupendos. También había, por supuesto, alguna persona
de esas que hay en todos los sitios y que se piensan que son el
ombligo del mundo. De esos que tienen a veinte personas esperando
porque se tienen que secar el pelo por las mañanas y no pueden
levantarse antes de la cama...
La mayoría de los integrantes del
grupo éramos gente de nuestra edad o mayores. Congeniamos con otras
dos parejas, y por las tardes nos movíamos juntos.
Varias tardes fuimos de compras...¡Qué
maravilla, las compras en Roma!
Un día recorrimos Vía Condotti.
¿Habéis estado?
Recibe el nombre porque por esa calle pasaban los
conductos que abastecían de agua las termas de Agrippa. Hoy en día
está plagada de tiendas de lujo. Todos los diseñadores imaginables: Prada,
Versace, Gucci, Armani, Valentino... joyerías de muy alto nivel y
firmas míticas. Todas reunidas en unos pocos metros. Un paraíso
para las compras y el infierno para los bolsillos vacíos...
Me permití un pequeño lujo- cuenta
bajando la voz y acercando la cabeza con aire conspirador.
-Entré en varias de esas tiendas por
el simple placer de recorrerlas. Para mí es otra forma de arte-
añade sonriendo irónica- Cuando entré en la joyería Bulgari no
pude resistirme a comprar un colgante.-
Se retira el pañuelo para mostrar un
pequeño brillante colgando de una fina cadena. Precioso. Elegante y
femenino.
-Creo que era el más pequeño que
tenían en la tienda- termina riéndose.
Acaricia la joya, como intentando
retener entre los dedos las íntimas sensaciones placenteras que poco a poco
se van diluyendo en el pasado.