martes, 21 de agosto de 2012

El Ambiguo Poder de la Verdad



                         “Es tan difícil decir la verdad como ocultarla”

                                           (Baltasar Gracián)

Elena está tardando una eternidad. Miro el móvil. No ha contestado a mi mensaje. ¿Lo habrá recibido?
Le he pedido que venga un poco antes porque tengo que hablar con ella. Cojo el móvil para ver qué hora es. Cuando lo vuelvo a colocar en la mesa me percato de que ni tan siquiera he visto el reloj. Vuelvo a mirar. Todavía es pronto, pero mis extremidades empiezan a experimentar el familiar cosquilleo previo a un estado de nerviosismo extremo. ¿Por qué tarda tanto?

Bebo un sorbo de té y me quemo la lengua. En realidad han pasado unos pocos minutos y no ha tenido ocasión para enfriarse.
No ha dado tiempo a nada. Solo a ponerme nerviosa...

Respiro hondo y dirijo mi atención hacia el centro de mis emociones, unos dedos por debajo del ombligo. Vuelvo a respirar. Una vez más... Mejor.

Llega Elena. Con su paso reposado y su sonrisa perpetua. Me saluda alegremente.

-Tengo que contarte algo muy fuerte- le digo de sopetón- Siéntate.

Elena se ríe.

-¿Otra vez?- pregunta con sorna. No me he dado cuenta de que estaba ya sentada.

-El sábado vi al marido de Irene con otra mujer- suelto de tirón, sin preámbulos.

-¿Con otra mujer?- pregunta anonadada- ¿Cómo?-

- Como te estás imaginando en este momento. Muy acaramelados en un bar de Laguardia.-

-¿Qué hacías tú en La Rioja?- pregunta con una expresión de sincera curiosidad en el rostro.

No puedo evitar una sonrisa ante lo cómica que resulta la curiosidad de Elena dentro de la dramática situación. Porque ella no sabe que que ayer estuve todo el día a punto de llamar a Irene y contárselo todo. No sabe que no lo hice por miedo, porque no me atrevía a enfrentarme a su reacción, fuese cual fuese.
Pensé que hablar con Elena rescataría la razón de entre la marejada de mis emociones. Así que contesto:

- Nos fuimos con unos amigos a pasar el día en una bodega. Después de cenar fuimos a tomar unas copas, y allí estaba Ángel, en un bar-

-¿El te vio?- inquiere Elena ya sumergida en la historia.

- No, estaba muy ocupado. De todas formas no creo que me hubiese reconocido. Solo hemos coincidido una vez en una exhibición de judo de los niños, y apenas nos hablamos...-

-¿Estás segura de que era él?- y su gesto va mudando, de sorpresa a preocupación.

-Sí. Soy buena fisonomista- contesto convencida- Además está el detalle de que Irene nos ha contado más de una vez que ha su marido le falta la falange del dedo anular. Al de Laguardia también.-

Elena calla. Creo que está intentando asimilar la información.

-¿Qué hacemos?- le pregunto sintiendo un vacío a la altura del estómago- ¿se lo contamos a Irene?-

Elena continúa callada. Me mira con expresión desvalida y sacude la cabeza suspirando.

- Voy a pedir- anuncia levantándose de la silla y acercándose a la barra.

Me encuentro más tranquila. Las preocupaciones compartidas pesan menos y entre las dos hallaremos una solución. ¿O no?

Elena ha vuelto de la barra con un café con leche y una napolitana de chocolate. La charla que hemos mantenido le ha llenado de angustia e intenta que el chocolate la reconforte. Ahora lo veo.
En este momento se ha percatado de que la he incluido en un conflicto en el que en un principio estaba yo sola. Y ahora tenemos que tomar una decisión. Las dos.
Mi confesión ha actuado como los vasos comunicantes. Mi ansiedad no ha desaparecido como por arte de magia: simplemente se ha trasladado una parte desde mi persona hacia Elena. No creo que sea justo para ella.




 Come en silencio. Concentrada. Creo que bloqueada.

-¿Se lo decimos?- pregunta- Creo que nos va a odiar hagamos lo que hagamos...

Asiento con la cabeza. Es Irene. Creo que nos va a odiar por el simple hecho de saberlo antes que ella...

-No tenemos que tomar la decisión en este momento ¿no?- aventura Elena con expresión de súplica en la mirada.
Me parece que quiere evadirse. Yo la he metido en esto. Tengo que ayudarla a salir.

Me encojo de hombros:

-Podemos consultarlo con la almohada- propongo. Y ella respira aliviada. Ha huido del problema retrasando la solución. Para mí no es un remedio ni mucho menos, pero Elena ha sacado la preocupación de su presente, que es donde vive, para trasladarla a un lugar en el que no habita.

Cambia radicalmente de tema. Como si no hubiese existido la conversación. Me cuenta ahora su fin de semana. No le escucho. Solo pienso en Irene...

Hasta que llega. La ropa adecuada. El pelo alisado. El maquillaje impecable y la sonrisa perfecta.

Tal vez en breve el corazón en ruinas...