miércoles, 28 de noviembre de 2012

La Verdad al Descubierto


                                 “ La mentira nunca vive hasta llegar a vieja”

                                                         (Sócrates)



Parece que no haya pasado nada, ni tan siquiera el tiempo. Irene llega con su sonrisa de siempre, esa que solo dibujan sus labios. Hierática, el resto del rostro transformado en una máscara que oculta sus secretas emociones.

Sara se levanta y le planta dos apresurados besos con ademán nervioso. No sabe qué hacer con el sentimiento amargo que le produce esa información que maneja sin haberlo pedido.

Personalmente, creo que es mejor que se lo cuente a Irene para que pueda liberar esa absurda culpa que alberga en lo más profundo. Así se lo dije, que no esperase más y se lo contara. No sé qué hará.

Me levanto para abrazar a Irene. Tengo la impresión de que, por un momento se afloja la tensión de su cuerpo y se abandona al abrazo. Por un momento. Rápidamente cede la relajación y regresa la tirantez a cada músculo de su anatomía.

Nos sentamos.

Sara y yo nos mantenemos calladas. Creo que ambas pensamos que es Irene la que debe decidir en qué términos o en qué tono iniciar la conversación.

- Bueno- comienza rompiendo un silencio que comenzaba a tornarse molesto- Ya está. Todo ha terminado. Al fin y al cabo no somos los primeros ni los últimos que pasamos por este trance. Hemos cerrado una etapa de nuestra vida. Y ya está.-

Presiento que no está muy convencida. Pienso, más bien, que repite una y otra vez que ya está para autoafirmarse, pero si a ella le vale a mí también.

- El niño está bien- prosigue punto por punto su perorata- Lo ha asumido con asombrosa naturalidad. Después de todo no es el único de su clase cuyos padres se han separado...- cuando se escucha decirlo en voz alta enrojece ligeramente- Han sido días intensos de conversaciones y papeleos. Todavía queda mucho que recorrer, pero parece que vamos por el buen camino-

Sigue hablando, pero más que liberar su pena, su reproche o su enfado, lo que está haciendo es enumerar los datos de una detallada lista que ha confeccionado en su cabeza.
 

Tengo la impresión de que es la película de su divorcio, un parloteo vacío para contentar nuestras mentes curiosas y su ego herido.

Yo no necesito ésto, y por lo que veo, Sara tampoco. A juzgar por su expresión, opina lo mismo que yo.
No pedimos explicaciones, ni queremos que nos suelte un discurso preparado. Si no desea hablar de ello, que no lo haga, que se calle. Pero que sea honesta con su dolor...

Parece que Sara me ha leído el pensamiento porque de pronto, e interrumpiendo un discurso casi jurídico, suelta:

-Puedes desahogarte si lo necesitas. Nos convertiremos en la bolsa de basura de tu dolor si es preciso-

Y presiona con afecto y con cuidado el antebrazo de Irene.

-¡Estoy bien!- contesta a la defensiva apartando ligeramente el brazo- Es una separación, no me he muerto.-

-Vi a Ángel con otra mujer- espeta Sara, y el mundo se ralentiza y finalmente se detiene.

Ya está. Ahora sí que ya está. Las cartas sobre la mesa, las acepte o no.
Irene mira a Sara con una mezcla de inquina y agradecimiento durante unos segundos que se hacen insultantemente eternos.

Sara musita, imperceptiblemente, como si dibujara con los labios sin producir apenas sonido:

-Lo siento-

Y la tierra vuelve a girar.

Irene sacude la cabeza.

-Supongo que es absurdo pensar que iba a poder mantener el engaño. Sin embargo era tan tentadora la ilusión de mantener, aun cuando fuera un pequeño reducto de mi existencia, todavía bajo mi control...-

martes, 20 de noviembre de 2012

Y Ahora, la Soledad

                                          
                                         "Estoy solo y no hay nadie en el espejo"

                                                       (Jorge Luis Borges)
 
 
 
¿De quién es esa imagen que me devuelve el espejo? ¿A quién pertenece ese rostro ajado, los ojos hinchados, el cabello grasiento? No puedo ser yo. No quiero ser yo.
Pero sí: solo que soy una yo que desconocía. Y no me gusta.

Estoy sola. Y aunque he vivido a veces sin compañía, nunca había experimentado esta sensación de total abandono. Jamás antes de ahora he compartido aire que respirar con la Soledad, así, con mayúsculas.
Es una compañera horrible que reclama a empujones su propio espacio, se entromete con descaro en el mío y se burla con sorna de mi chándal viejo, mi camiseta mugrienta y mis ojeras oscuras, casi negras.

Tengo una semana. Siete días colgados en el limbo del tiempo para recrearme en mi dolor sin que nadie me vea.
Iñigo está con mis padres.
Ángel se fue, y las habitaciones vacías son único testigo de mi desolación.
Ángel se fue, y ni tan siquiera puedo llorar, porque no sé ni cómo ni cuándo se ha instalado una pesada losa sobre mi corazón que me impide apenas sentirlo. Y solo deseo tumbarme, comer chocolate y ver la televisión en pijama.

Hemos decidido dejarlo... Ya...¡los cojones! (y yo nunca digo tacos, ni tan siquiera los pienso). He decidido acogerme al clavo ardiendo de la mentira piadosa y fingir una versión oficial que no haga que los demás me vean como yo lo hago: como una fracasada.

No lo hemos dejado. Ángel me ha dejado. Por otra. Y lo más triste es que no es más joven ni más delgada que yo. Pero le da chispa. Y yo no.

Yo solo le he dado un hijo, y le he proporcionado la estabilidad suficiente como para que prospere en su carrera y crezca como persona. Solo eso, y no basta.

Me siento en el pasillo, sobre el suelo que un día elegimos juntos y contemplo con indiferencia las bolas de pelusa que habitan los rincones. Juego a fantasear que todo esto no ha pasado, que mi marido no se ha aburrido de mí porque, palabras textuales, nuestra relación era una pantomima orquestada por mi absurdo deseo de aparentar una felicidad que dista mucho de ser real. Pero no puedo fingir durante mucho tiempo, porque no soy capaz de ignorar que esto sí es real.

Mi pareja se ha cansado de beber a sorbitos una mecánica rutina a mi lado y se ha marchado a comerse la vida a dentelladas con otra. Que no es más lista ni más guapa que yo.

Suena el teléfono y lo ignoro. Creo que tengo llamadas perdidas de todas las personas que conozco, pero no quiero hablar con nadie. Porque quizá si oyese una voz amiga, un atisbo de comprensión, podría derrumbarme. Y no quiero, no puedo acogerme al consuelo fácil de la conmiseración ajena. Yo no soy así. Soy una mujer fuerte.

No soy como mi madre, que ha adoptado el victimismo por bandera y exhibe sin pudor ante propios y extraños esa montaña rusa de emociones que arrastra a todos en sus vaivenes. ¡Cuánto he sufrido desde niña, al cobijo de su sombra, la descripción pormenorizada de sus miserias más íntimas!,¡esa necesidad que siempre ha tenido de sentirse especial aun en circunstancias humillantes! ¿Por qué cuentas eso?, me hubiese gustado gritarle, ¿no te das cuenta de que ante sus ojos te conviertes en débil y vulnerable?

Y sí, mi madre conseguía despertar la lástima en la mirada de los demás, sin embargo también logró perder su dignidad ante la mía. Por eso yo no soy así: No quiero compasión, a pesar de que cuando se acabe el estado de gracia de estos siete días no sepa a qué vida debo volver. Pese a que todos mis ahorros afectivos, que con mucho esfuerzo he atesorado para la creación de un proyecto de vida perfecta, se hayan evaporado y se quede en números rojos la cuenta corriente de mi porvenir. Aún así sobreviviré. Porque soy fuerte.

Soy fuerte, soy fuerte, soy fuerte. Me lo repito como un mantra mientras la nausea parte en dos mi abdomen. Soy fuerte, soy fuerte, soy fuerte. Hasta que el sollozo atraviesa como un látigo mis entrañas y sacude mis hombros demostrándome que, después de todo sí acepto la lástima: la mía propia. Por mi proyecto vital truncado y por ese pobre corazón oprimido, atrapado bajo el peso de una losa que no puedo mover ni siquiera para pedir ayuda.

Llora, Irene, llora. Tienes una semana para hacerlo, y para vivir en pijama, ver programas absurdos y darte atracones de patatas fritas y batido de chocolate.
En siete días te vestirás tu ropa más favorecedora, esa de camuflar desilusiones, maquillarás tu tristeza y serás una nueva separada entrada en los cuarenta y con la seguridad de un pasado cerrado. Eso serás. Y también, y aunque los demás no lo sepan, una patética mujer con el temor a un futuro incierto y sin idea alguna de cómo afrontar su presente...

jueves, 8 de noviembre de 2012

Conociendo a Irene II


De ninguna de las maneras quisiera Irene aparentar los 41 años que cumplió en verano.

Todos los meses sin falta, acude a la peluquería para que las canas no le arruinen ante el espejo la ilusión de detener el tiempo.

Luce siempre el peinado perfecto, un corte a la última aunque no demasiado atrevido: en estos momentos corresponde con una melena desfilada en tonos dorados y perfectamente alisada a diario.

Mide 1,62 m, aunque habitualmente lleve tacones, no muy altos, pero sí lo suficiente para añadir de forma permanente unos pocos centímetros a su esbelta figura.

Su cuerpo es atlético, torneado a base de horas y horas de esfuerzo en el gimnasio. Se siente orgullosa de lo que considera que es obra suya y gusta de lucirlo mediante la ropa que escoge.

Adora la moda e invierte considerables sumas de dinero en procurarse un buen fondo de armario que combina con prendas de última tendencia que adquiere a precios más asequibles. Invariablemente huye de los colores chillones y los estampados estridentes.

Su mirada experta en estudiar su imagen en el espejo, guía a su mano para conseguir con acierto disimular , a través del maquillaje, las imperfecciones de una piel no demasiado lisa, una nariz un poco larga...
Emplea bastante tiempo en arreglarse por las mañanas, y el resultado final es un rostro sorprendentemente natural, en el que se potencian sus mejores rasgos: el óvalo fino, los pómulos pronunciados, y en el que destacan de forma especial sus ojos color avellana.

Aunque su figura y su indumentaria le otorgan un aire juvenil, el gesto de tensión que frecuentemente asoma a su semblante, contrae y envejece sus facciones. En los últimos meses, debido a que un día leyó que a partir de los cuarenta uno de los mejores trucos de rejuvenecimiento era el blanqueamiento dental, ha pasado por el dentista y para enseñar su renovada dentadura sonríe más a menudo, si bien es cierto que con una sonrisa un tanto afectada.

Le satisface lucir joyas caras, con un punto de extravagancia y que compra, según ella, a modo de inversión.

Su perfume es equilibrado, apenas perceptible pero asociado indefectiblemente a su presencia.

Irene representa el equilibrio en superficie. Un equilibrio amenazado constantemente por el oleaje de una perpetua tensión interna.