"Estoy solo y no hay nadie en el espejo"
(Jorge Luis Borges)
¿De quién es esa imagen que me
devuelve el espejo? ¿A quién pertenece ese rostro ajado, los ojos
hinchados, el cabello grasiento? No puedo ser yo. No quiero ser yo.
Pero sí: solo que soy una yo que
desconocía. Y no me gusta.
Estoy sola. Y aunque he vivido a veces
sin compañía, nunca había experimentado esta sensación de total
abandono. Jamás antes de ahora he compartido aire que respirar con la Soledad,
así, con mayúsculas.
Es una compañera horrible que reclama
a empujones su propio espacio, se entromete con descaro en el mío y
se burla con sorna de mi chándal viejo, mi camiseta mugrienta y mis
ojeras oscuras, casi negras.
Tengo una semana. Siete días colgados
en el limbo del tiempo para recrearme en mi dolor sin que nadie me
vea.
Iñigo está con mis padres.
Ángel se fue, y las habitaciones vacías son único testigo de mi desolación.
Ángel se fue, y ni tan siquiera puedo llorar, porque no sé ni cómo ni cuándo se ha instalado una pesada losa sobre mi corazón que me impide apenas sentirlo. Y solo deseo tumbarme, comer chocolate y ver la televisión en pijama.
Hemos decidido dejarlo... Ya...¡los
cojones! (y yo nunca digo tacos, ni tan siquiera los pienso). He
decidido acogerme al clavo ardiendo de la mentira piadosa y fingir
una versión oficial que no haga que los demás me vean como yo lo
hago: como una fracasada.
No lo hemos dejado. Ángel me ha
dejado. Por otra. Y lo más triste es que no es más joven ni más
delgada que yo. Pero le da chispa. Y yo no.
Yo solo le he dado un hijo, y le he
proporcionado la estabilidad suficiente como para que prospere en su
carrera y crezca como persona. Solo eso, y no basta.
Me siento en el pasillo, sobre el suelo
que un día elegimos juntos y contemplo con indiferencia las bolas de
pelusa que habitan los rincones. Juego a fantasear que todo esto no
ha pasado, que mi marido no se ha aburrido de mí porque, palabras
textuales, nuestra relación era una pantomima orquestada por mi
absurdo deseo de aparentar una felicidad que dista mucho de ser real.
Pero no puedo fingir durante mucho tiempo, porque no soy capaz de ignorar que esto sí es real.
Mi pareja se ha cansado de beber a
sorbitos una mecánica rutina a mi lado y se ha marchado a comerse la
vida a dentelladas con otra. Que no es más lista ni más guapa que
yo.
Suena el teléfono y lo ignoro. Creo
que tengo llamadas perdidas de todas las personas que conozco, pero
no quiero hablar con nadie. Porque quizá si oyese una voz amiga, un
atisbo de comprensión, podría derrumbarme. Y no quiero, no puedo
acogerme al consuelo fácil de la conmiseración ajena. Yo no soy
así. Soy una mujer fuerte.
No soy como mi madre, que ha adoptado
el victimismo por bandera y exhibe sin pudor ante propios y extraños
esa montaña rusa de emociones que arrastra a todos en sus vaivenes.
¡Cuánto he sufrido desde niña, al cobijo de su sombra, la
descripción pormenorizada de sus miserias más íntimas!,¡esa
necesidad que siempre ha tenido de sentirse especial aun en
circunstancias humillantes! ¿Por qué cuentas eso?, me hubiese gustado gritarle,
¿no te das cuenta de que ante sus ojos te conviertes en débil y vulnerable?
Y sí, mi madre conseguía despertar la
lástima en la mirada de los demás, sin embargo también logró
perder su dignidad ante la mía. Por eso yo no soy así: No quiero
compasión, a pesar de que cuando se acabe el estado de gracia de
estos siete días no sepa a qué vida debo volver. Pese a que todos
mis ahorros afectivos, que con mucho esfuerzo he atesorado para la
creación de un proyecto de vida perfecta, se hayan evaporado y se
quede en números rojos la cuenta corriente de mi porvenir. Aún así
sobreviviré. Porque soy fuerte.
Soy fuerte, soy fuerte, soy fuerte. Me
lo repito como un mantra mientras la nausea parte en dos mi abdomen.
Soy fuerte, soy fuerte, soy fuerte. Hasta que el sollozo atraviesa
como un látigo mis entrañas y sacude mis hombros demostrándome
que, después de todo sí acepto la lástima: la mía propia. Por mi
proyecto vital truncado y por ese pobre corazón oprimido, atrapado
bajo el peso de una losa que no puedo mover ni siquiera para pedir
ayuda.
Llora, Irene, llora. Tienes una semana
para hacerlo, y para vivir en pijama, ver programas absurdos y darte
atracones de patatas fritas y batido de chocolate.
En siete días te
vestirás tu ropa más favorecedora, esa de camuflar desilusiones,
maquillarás tu tristeza y serás una nueva separada entrada en los
cuarenta y con la seguridad de un pasado cerrado. Eso serás. Y
también, y aunque los demás no lo sepan, una patética mujer con el
temor a un futuro incierto y sin idea alguna de cómo afrontar su
presente...
Haaala!! Esto no me lo esperaba. Me has sorprendido del todo.
ResponderEliminarMe alegro de lograrlo, aunque más sorprendida que Irene cuando se enteró, no creo. Gracias por comentar.
EliminarYo también estoy sorprendida, y siento lástima por Irene aunque ella no quiera jajaja
ResponderEliminar¿A que sí, a que es fácil sentir lástima por ella aunque se resista? Un saludo.
EliminarHombre, un poco de pena sí me da Irene, pero también entiendo a su marido.
ResponderEliminarCuando conocemos todos los detalles, casi todo es comprensible...
EliminarPobrecilla. Qué duro tiene que ser interpretar ese papel fingido. Yo me volvería loca.
ResponderEliminar