domingo, 29 de enero de 2012

El primer café


              “No busques al amigo para matar las horas, sino búscalo con horas para vivir"

                                                          (Khalil Gibran)


Bueno, pues ya estamos las tres sentadas en la cafetería. ¿Y ahora qué? ¿Cómo lo vamos a hacer? ¿Pagaremos una vez cada una o lo haremos todos los días a escote? ¿Quién se va a levantar a pedir?Pienso que deberíamos pedir todas más o menos lo mismo.

Bien, viene la camarera a tomarnos nota. Me parece que estas dos no están muy preocupadas por lo mismo que yo. Sara se ha pedido una infusión de noséqué con canela y esencia de jazmín o algo así, y Elena ¡un café con leche y un croissant!. Vale, paga ella. El próximo día pagaré yo y el siguiente Sara.

La verdad es que me provoca envidia el croissant, para qué negarlo. No he comido nada desde el mediodía y hasta dentro de una hora no me corresponde mi merienda a base de fruta. Me produce envidia, sí, pero cuando distingo el michelín que sobresale por encima de la cintura de Elena, me alegro de haberme pedido un cortado con sacarina. Y del spinning. Y de la dieta.

Vamos, que tampoco soy masoquista. No. No es mi plan ideal sudar durante una hora sobre una bicicleta después de haber estado todo el día sin parar. Sobre todo cuando en casa me esperan una familia y unas tareas que no puedo obviar.

Sin embargo la constancia asegura resultados. Y ya está.

Ahora que me acuerdo: tenía que haber pagado la cuota del Polideportivo la semana pasada. Y lo he olvidado por completo. Cuando llegue a casa tengo que realizar la transferencia por Internet porque mañana no tengo tiempo para ir al banco. Que no se me olvide...

Me está empezando a doler la cabeza. ¿Por qué no me descansa nunca la mente? En fin, como si no conociera la respuesta: porque tengo un millón de asuntos en la cabeza.
 Los problemas de la oficina, de casa, de la familia, de la escuela del niño... Parece que sobre mí recaen las responsabilidades de todo el mundo. Claro, como yo jamás olvido nada...
Bueno, antes no olvidaba nada. En cambio ahora mi mente me sorprende con pequeños olvidos, que aunque irrelevantes, parecen sugerirme la posibilidad de una cuesta abajo. ¿Serán los cuarenta?

Está hablando Sara. Voy a dejar de elucubrar porque sino me pierdo...

De acuerdo, Sara escribe para una página web de viajes y Elena es masajista.
Las dos trabajan en casa y se organizan sus propios horarios. Así cualquiera... Sin andar corriendo de acá para allá, sin tener que dar explicaciones a nadie...

¡Vaya suerte! No me extraña que tengan esa cara de relajadas.

Ahora Elena habla sobre nuestra edad, comenta risueña que empieza una etapa maravillosa:

-Yo, es en estos momentos cuando he empezado a vivir al máximo. Cuando he dejado atrás lo que ya no me interesa de mi vida y lo he hecho sin culpa, sin remordimiento. Como un paso más para mi desarrollo como persona.-

Sara asiente sonriendo:

-Es cierto.- corrobora- Es ahora cuando, personalmente, creo que debo hacer balance de lo que llevo recorrido de camino. Todavía no lo he hecho, pero, ¿para qué esperar más?
Estoy convencida de que no hay nada definitivo, y con la madurez que aporta la experiencia podré cambiar lo que no me gusta en mi existencia llenando, así, de vida mis momentos.-

Sí, muy bonito, tiene razón. Las dos la tienen. Pero no sé si la tienen.

Yo no siento esa plenitud de los cuarenta años a la que tanto bombo se le da en las revistas femeninas. Para mí, cuarenta años significa tomar conciencia de que la vida tiene fecha de caducidad. Empezar a envejecer. Descubrir pequeñas arrugas en el rostro y, de tanto en tanto, encontrarme la cara de mi madre en el espejo.
Para mí, esta edad supone temer a la enfermedad, la mía y la ajena. Llegar demasiado cansada a la noche como para hacer el amor con mi marido. Tener cuarenta representa que mi cuerpo cambia a pesar de todos los esfuerzos que haga para impedirlo. Y que me duelan partes de mi anatomía que antes, ni tan siquiera tomaba en cuenta.

Y, no, eso no me parece maravilloso. Sin embargo me lo callo.

-Estoy de acuerdo con vosotras- afirmo por el contrario.

¿Por qué lo hago? No lo sé. Supongo que porque creo que es lo que se espera de mí: una mujer fuerte y segura que no teme al paso del tiempo.


martes, 24 de enero de 2012

Irene


      “La vida es aquello que te va sucediendo mientras te empeñas en hacer otros planes”

                                                                    (John Lennon)



Y todavía son las cinco menos veinte...

Total, que ando como una loca para ir a por el niño y venir con tiempo para encontrar sitio para dejar el coche, y aparco a la primera.

Y ahora a esperar...¡con todas las cosas que debería estar haciendo!


Decididamente tendría que haber aprovechado la hora que me deja libre el judo para ir al gimnasio, o podría hacer unos largos en la piscina, la tengo aquí mismo.

Pues no, aquí, a tomar café con dos desconocidas... Y para colmo fui yo quien lo propuso, ¿por qué hago estas cosas?

Es como si me sintiera responsable. Hay momentos en los que, a pesar de haber más gente, me siento en la obligación de ser yo quien rompa el hielo o quien proponga algún plan. Siento la necesidad de ser yo quien se ofrezca para todo, aunque nadie me lo pida y en realidad no me apetezca. Como si adoptase el papel de anfitriona perfecta en todas las situaciones. Vaya historias...

Bueno, ya que me toca esperar, voy a aprovechar el tiempo y voy a ir escribiendo el borrador de unas cartas que tengo que enviar mañana en la oficina. Si lo hago desde hoy, podré salir un poco antes de trabajar para ir a hacer la compra.

Vale, el niño ya ha terminado de merendar, pues que se vaya vistiendo el kimono. Un momento, que primero se lave las manos, que hoy no toca lavar la ropa de judo.

Antes de nada le mando un mensaje a mi marido para que se acuerde de pasar por la carnicería para comprar la cena. Hoy toca filete empanado, que al mediodía en la escuela han comido pescado.

De paso voy a llamar a mi madre para hacerle recordar que el jueves se tiene que quedar con el niño a la tarde mientras voy a la peluquería, que es día quince.
Ya le intenté enseñar a mandar mensajes y a leerlos, pero... en vano. Creo que no me presta ni la más mínima atención en ese tipo de cosas... Así que tengo que hacer una llamada.

Bueno, esto ya está. Me voy a poner con lo mío.

Vaya, ahora el niño quiere ir al baño. No antes cuando yo se lo he sugerido, no, ahora que ya tiene el kimono puesto y las manos limpias.

Le acompaño. Me quedo apoyada en el lavabo mientras él entra. Me miro en el espejo. Repaso mi aspecto.

Se me ha acumulado el rímel en los lagrimales de los ojos. Lo retiro suavemente con un poco de papel encajado en la punta de los dedos.
El maquillaje, sin embargo, está bien. Sonrío porque lleva ahí desde las ocho de la mañana.
En la boca no queda ni sombra de lápiz de labios. Lo saco del bolso y lo aplico a toquecitos.
El pelo pasable. Ya no está tan liso como cuando lo he planchado a la mañana, pero se mantiene la forma. Empiezan a asomar tímidamente las primeras raíces. Suerte que el jueves voy a la peluquería.

Los pantalones perfectos. Ha sido un acierto cambiar a última hora los de hilo que había pensado al principio por estos de loneta beige. Con los otros pantalones, en estos momentos parecería una pasa.
La camisa, un poco sobada después de todo el día, sigue estando bastante blanca.

Vale, estoy en perfecto estado de revista. Y cuando lo pienso, suelto una risita nerviosa, como una tonta. Vaya historias...

El niño ya ha terminado. Le ayudo a vestirse y salimos del baño.

Ya ha llegado más gente. El murmullo que se oye en la entrada ha subido considerablemente de volumen

Entonces, ¿qué hora es? Bueno, si son ya casi las cinco...

Al final no he tenido tiempo de escribir el borrador para las cartas. Intentaré hacerlo a la noche. ¡Ay no! Que hoy toca plancha.

Bueno, mañana andaré como una loca otro día más...

Por ahí viene Sara con su hijo, y supongo que Elena estará al llegar.




miércoles, 18 de enero de 2012

Sara


                                              “Ten el valor de equivocarte”

                                                  (George Hegel)


Tecla apretada, documento enviado.

Bueno, ya está. Otro trabajo por el que no voy a lograr el Nobel de Literatura. Pero es lo que hay.
Si mi jefe quiere que redacte una experiencia elitista en Estambul, yo la cuento, aunque me la tenga que inventar. Lo que ocurre es que es frustrante pensar que podría haber escrito un relato con mucha más alma. Posiblemente podría haber creado algo extraordinario en vez de esta vulgaridad. Pero es lo que hay.

No, si yo no tengo nada en contra de esa gente que se aloja en hoteles que yo solo he visto por fuera, esa gente a la que le da igual visitar Londres, Bangkok o Estambul. Ese tipo de personas que estén donde estén comen en los mismos restaurantes, compran en las mismas tiendas y visitan los monumentos como si fueran reproducciones en 3D de imágenes que han contemplado millones de veces, pero colgadas en el vacío, totalmente descontextualizados. No tengo nada en contra de esa gente que se compra un Armani auténtico en Bangkok o unas copas de cristal de Bohemia en Nueva York. O sí. Igual sí que tengo algo en contra de ellos.

No es envidia, es algo más profundo, una especie de resentimiento que nace del convencimiento de que ese tipo de personas que lee lo que yo escribo con cierta desgana y grandes dosis de inventiva, no apreciaría jamás lo que realmente desearía publicar.

Me gustaría contar que Estambul es algo más que sus mezquitas, sus palacios y sus restaurantes de lujo. Querría explicar que la ciudad tiene más que ofrecer que una visita guiada por el Gran Bazar y una cena turística en la Torre Gálata.

Si pudiera compartir la esencia de la ciudad que yo conozco... haría un retrato de sus empinadas calles por las que transitan todo tipo de personas y mercancías, de su bullicioso puerto repleto de vociferantes vendedores de bocadillos de pescado y esa música turca, atronando desde los kioskos que ofrecen todo tipo de baratijas. Describiría el sabor de un vaso de té consumido entre mullidos cojines en el patio de una antigua escuela coránica, el regateo, el paseo en barca por el Bósforo, el aroma de la canela salvaje en un puesto del Bazar de las Especias, el chico que trae el té mientras un incombustible vendedor, inasequible al desaliento, enseña alfombra tras alfombra todo su muestrario. Hablaría del placer decadente del hammam, de la magia que desprende la llamada a la oración del muecín: el desgarrado lamento que pellizca el espíritu, del atardecer sobre el Cuerno de Oro. Explicaría, en fin, la vibrante energía que pone la ciudad al servicio del caos.

Si pudiera hacerlo, pintaría un retrato sensitivo con alma. Pero no me pagan por ello, así que no puedo. ¿O sí puedo? ¿Por qué no? Solo yo soy la dueña de mis palabras y mis recuerdos.

Podría escribir algo de lo que me sintiese orgullosa. Eso voy a hacer. Pero no, así no. Fuera el ordenador. Volveré a mis orígenes, a la pluma que hace más de veinte años me regaló mi hermano y que plasmó mis primeros cuentos en papel. Tengo tiempo: mi marido no viene a comer y no tengo que recoger al niño hasta las cuatro y media.

Me arrodillo sobre un cojín y mi pluma comienza a volar velozmente sobre la página en blanco. Leo el párrafo. No, no va a resultar.
Comienzo otra vez, con otras palabras. Tampoco creo que le vaya a gustar a nadie.
Otro enfoque. Peor. Me aterra pensar que cuando lea lo que he escrito no resulte tan bello como lo sentía mientras lo pensaba.

Paro de escribir.

Después de todo, si no lo intento no destruiré mi sueño. Si no pruebo a hacerlo seré una escritora que escribe lo que no le gusta, sí, pero lo hace por dinero y si quisiera, podría escribir algo maravilloso...
Sin embargo, si lo intento con todo mi ser y no le gusta a nadie, si me equivoco, no sé si podría soportar el fracaso.

Joder, Sara, ¡qué cacao mental !

Mi chico dice que es porque estoy acostumbrada a leer Literatura de alto nivel y, como las comparaciones son odiosas, tiendo a infravalorarme.
Me parece un argumento un poco simplista pero, en el fondo, creo que tiene razón.

Acaricio distraídamente el tatuaje de mi muñeca izquierda mientras respiro profundamente y buceo en mi interior en busca de la niña insegura que habita en mí. En estos momentos ocupa todo mi espacio vital y no da tregua al desasosiego. Contemplo la imagen perfectamente definida en mi muñeca: el loto, que florece en condiciones adversas, en terrenos fangosos. Representa para mí la certeza de que la verdadera esencia de cada uno surgirá a pesar de las circunstancias, al margen de ellas.

Y ahora espero el milagro: que se manifieste mi verdadero ser, que sea el de una escritora segura de si misma y que haya un final feliz como en los libros de autoayuda. Pero hoy no va a ser.

Ya se me hace tarde. Tengo que preparar la bolsa de judo para el niño y tengo que prepararme yo para el café con las otras madres. Un hormigueo de nervios recorre mi estómago cuando lo pienso ¡Qué absurdo! Y sin embargo la sensación no desaparece.

Me visto unos vaqueros y el kaftán de seda de vivos colores que me encanta. Me coloco unos pendientes grandes. Respiro hondo. Me revuelvo el pelo con ambas manos y me miro en el espejo sintiéndome aún pequeñita. Pero es lo que hay.

lunes, 16 de enero de 2012

Elena


"Ahora no importa lo que hicieron de ti, sino lo que vas a hacer tú con lo que hicieron de ti."

                                                             (J. Paul Sartre)



Suena el despertador. Por un momento lo oigo a lo lejos, como si no fuera conmigo. Por un momento. Enseguida vuelvo a percibir mi realidad y, sin necesidad de abrir los ojos sé perfectamente qué hora es: la hora de levantarme, realizar unos estiramientos, unos cuantos ejercicios abdominales y pegarme una ducha antes de despertar al niño.

Sin embargo la pereza me puede y aprieto el botón para que la alarma vuelva a sonar en unos minutos. Me doy la vuelta y me acurruco en los brazos de mi marido, que me recibe adormilado. Estos ocho minutos de mimos matutinos son la gasolina que provoca más llevadera la impresión de levantarme.
¿El ejercicio? Mañana. Sin falta.

Después de retrasar por dos veces el despertador, me libero de los brazos de mi marido y me levanto con sigilo.

Abro el grifo de la ducha mientras me contemplo en el espejo. No me desagrada lo que veo, aunque se podría mejorar. Cuando veo las arrugas de mi frente y las marcadas líneas de expresión pienso que tengo que empezar a utilizar una crema anti arrugas y el michelín de mi cintura pide a gritos una crema reductora. En fin.

Me deslizo bajo el agua tibia y siento cómo se va escurriendo por todo mi cuerpo. El contraste del tacto húmedo sobre mi piel seca me produce un gran placer que saboreo lentamente. Masajeo todo mi cuerpo con una esponja cargada con la espuma de un jabón que huele a naranja y, de repente, ese aroma me pone de buen humor.
Cierro los ojos disfrutando del momento hasta que una familiar voz masculina me saca de mi ensimismamiento:

-Date prisa, Elena, que se hace tarde.-

Salgo de la ducha a regañadientes y me seco rápido. Me recojo el pelo en una coleta floja y me dirijo al armario.

Cuando estoy metiendo mis piernas por los vaqueros que he elegido, tengo la sensación de que han encogido o algo así... Cuando ato el botón de la cintura, descubro con horror que si quiero seguir con esos pantalones puestos voy a tener que renunciar a ciertas cosas como respirar...
Me los quito con esfuerzo y en su lugar me pongo unas mallas con goma en la cintura que no me hacen sentir tan segura, tan atractiva, pero con las que me puedo sentar sin provocarme una lesión...

Noto cómo la sensación de euforia que había albergado en mi interior durante la ducha se va diluyendo lentamente mientras me visto una camiseta cualquiera y salgo hacia el pasillo.

Entro en la habitación de mi hijo y oigo su respiración acompasada.
Me siento en el borde de su cama y lo observo forzando la vista en la penumbra. Duerme de lado, con la boca ligeramente entreabierta y casi ofreciéndome una mejilla sonrosada. Acerco mis labios depositando un beso muy suave en la cálida piel y me sumerjo en el aroma dulce y calentito del sueño tranquilo de mi niño. Entonces me derrito de amor materno y me lo como a besos...

Mi hijo parpadea sorprendido, gruñe molesto y se da la vuelta perezoso y es cuando comienza el juego de todos los días: las cosquillas, el despertador más eficaz para ese pequeño cuerpo que se retuerce a carcajadas entre mis manos.

Pide clemencia a gritos. Tiene que ir al lavabo y yo aprovecho para ir a la cocina a preparar el desayuno.

Mi marido ya ha salido de la ducha y lo oigo trajinar subiendo persianas y haciendo camas mientras voy calentando la leche.
Saco del armario una caja de cereales bajos en grasa y altos en fibra. Está sin empezar. Esto tiene que saber a paja, pienso mientras de reojo veo el bizcocho casero que acabo de depositar encima de la mesa.

Respiro hondo para darme ánimos y lo único que logro así es captar el sabroso aroma del pastel.
¡Qué narices!, me digo, llevo las mallas, no voy a reventar ningún botón, de perdidos al río... Guardo rápidamente los cereales y la leche desnatada y corto tres trozos de bizcocho para acompañar el Cola Cao.
¿La dieta? Mañana. Sin falta.

Después de saborear el desayuno en compañía de mis hombres, encamino mis pasos hacia la habitación del niño para prepararle la ropa.

Abro el armario y al ver el kimono doblado en una estantería recuerdo que hoy tiene judo. Él tiene judo y yo una cita, pienso con sorna. Sinceramente no sé qué pinto yo con esas mujeres. Aparentemente somos totalmente opuestas, sin embargo tengo ganas de ir, a ver qué pasa...

martes, 10 de enero de 2012

El principio

         
           “Detrás de cada viento viene un mundo que no es el de antes"

                                (Ramón Gómez de la Serna)

Probablemente, nadie es consciente del instante en el que se inicia un cambio que no hemos programado con antelación.
Una no se levanta una mañana y piensa:

-Hoy va a comenzar a cambiar mi concepción del mundo y con ello mi vida: solo tengo que dejarme fluir...-

No, no lo hace, porque cuando cumples los cuarenta años, a menudo crees que la mayor parte de tu vida está ya encaminada: piensas que ya tienes tus amigos, tu profesión, tu familia... y que todo esto es, salvo excepciones, definitivo.
Hay ocasiones en las que, sin embargo, la vida sorprende con cierta ironía y demuestra que nunca hay que dar nada por sentado.

Lunes, cinco de la tarde por los pasillos de un Polideportivo. Principio de curso. Los padres y madres, después de dejar a sus hijos en clase de judo, se dirigen en pequeños grupos hacia la salida. El rumor de las conversaciones se va disipando y en el interior solo quedan tres mujeres. Rondan los cuarenta y han vivido siempre en el mismo vecindario. De hecho de niñas eran compañeras de escuela, pero el tiempo se encargó de distanciarlas y a día de hoy apenas se reconocen.
Que han recorrido su vida de manera diferente es algo que, incluso a primera vista, se intuye si juzgamos su apariencia.

Distraen su espera cada una de una manera diferente, pero cuando se acaban los recursos se encuentran frente a frente y se dirigen una sonrisa forzada, de las que solo dibujan los labios y el resto del rostro no acompaña.
El silencio entonces se vuelve incómodo porque después del reconocimiento suponen que llega la conversación y ninguna tiene nada que compartir con las demás.
Cada una busca en su interior algo que decir, pero algo que no sea una evidencia y el paso de los segundos provoca que el silencio se vuelva cada vez más pesado, incluso parece que casi se oye... Llegado este momento se ha generado ya una expectativa, y lo que se vaya a decir tiene que ser algo medianamente inteligente... y ninguna cree que se le vaya a ocurrir.

De pronto, de los vestuarios, sale corriendo y gritando un niño de unos cinco años completamente desnudo. Tras él su madre, gritando aún más, con una toalla y unas chanclas en las manos. Rápidamente la mujer alcanza al niño y vuelven a desaparecer por detrás de las puertas.

La escena ha durado apenas unos segundos, pero son suficientes para que las tres mujeres estallen en una sonora carcajada que calla el silencio y lo hace desaparecer. Surge entonces una espontánea conversación acerca de situaciones infantiles que dura hasta que el resto de padres , oliendo a tabaco y café,vuelven a entrar en el recinto y todos los niños salen con bullicio de su clase de judo.

Mientras se separan, una de ellas propone:

-El próximo día, en vez de quedarnos aquí toda la hora podemos ir a tomar un café ¿os parece?-

Las demás asienten, íntimamente extrañadas de haber asentido, y se alejan con la vaga sensación de haber iniciado algo nuevo...