miércoles, 18 de enero de 2012

Sara


                                              “Ten el valor de equivocarte”

                                                  (George Hegel)


Tecla apretada, documento enviado.

Bueno, ya está. Otro trabajo por el que no voy a lograr el Nobel de Literatura. Pero es lo que hay.
Si mi jefe quiere que redacte una experiencia elitista en Estambul, yo la cuento, aunque me la tenga que inventar. Lo que ocurre es que es frustrante pensar que podría haber escrito un relato con mucha más alma. Posiblemente podría haber creado algo extraordinario en vez de esta vulgaridad. Pero es lo que hay.

No, si yo no tengo nada en contra de esa gente que se aloja en hoteles que yo solo he visto por fuera, esa gente a la que le da igual visitar Londres, Bangkok o Estambul. Ese tipo de personas que estén donde estén comen en los mismos restaurantes, compran en las mismas tiendas y visitan los monumentos como si fueran reproducciones en 3D de imágenes que han contemplado millones de veces, pero colgadas en el vacío, totalmente descontextualizados. No tengo nada en contra de esa gente que se compra un Armani auténtico en Bangkok o unas copas de cristal de Bohemia en Nueva York. O sí. Igual sí que tengo algo en contra de ellos.

No es envidia, es algo más profundo, una especie de resentimiento que nace del convencimiento de que ese tipo de personas que lee lo que yo escribo con cierta desgana y grandes dosis de inventiva, no apreciaría jamás lo que realmente desearía publicar.

Me gustaría contar que Estambul es algo más que sus mezquitas, sus palacios y sus restaurantes de lujo. Querría explicar que la ciudad tiene más que ofrecer que una visita guiada por el Gran Bazar y una cena turística en la Torre Gálata.

Si pudiera compartir la esencia de la ciudad que yo conozco... haría un retrato de sus empinadas calles por las que transitan todo tipo de personas y mercancías, de su bullicioso puerto repleto de vociferantes vendedores de bocadillos de pescado y esa música turca, atronando desde los kioskos que ofrecen todo tipo de baratijas. Describiría el sabor de un vaso de té consumido entre mullidos cojines en el patio de una antigua escuela coránica, el regateo, el paseo en barca por el Bósforo, el aroma de la canela salvaje en un puesto del Bazar de las Especias, el chico que trae el té mientras un incombustible vendedor, inasequible al desaliento, enseña alfombra tras alfombra todo su muestrario. Hablaría del placer decadente del hammam, de la magia que desprende la llamada a la oración del muecín: el desgarrado lamento que pellizca el espíritu, del atardecer sobre el Cuerno de Oro. Explicaría, en fin, la vibrante energía que pone la ciudad al servicio del caos.

Si pudiera hacerlo, pintaría un retrato sensitivo con alma. Pero no me pagan por ello, así que no puedo. ¿O sí puedo? ¿Por qué no? Solo yo soy la dueña de mis palabras y mis recuerdos.

Podría escribir algo de lo que me sintiese orgullosa. Eso voy a hacer. Pero no, así no. Fuera el ordenador. Volveré a mis orígenes, a la pluma que hace más de veinte años me regaló mi hermano y que plasmó mis primeros cuentos en papel. Tengo tiempo: mi marido no viene a comer y no tengo que recoger al niño hasta las cuatro y media.

Me arrodillo sobre un cojín y mi pluma comienza a volar velozmente sobre la página en blanco. Leo el párrafo. No, no va a resultar.
Comienzo otra vez, con otras palabras. Tampoco creo que le vaya a gustar a nadie.
Otro enfoque. Peor. Me aterra pensar que cuando lea lo que he escrito no resulte tan bello como lo sentía mientras lo pensaba.

Paro de escribir.

Después de todo, si no lo intento no destruiré mi sueño. Si no pruebo a hacerlo seré una escritora que escribe lo que no le gusta, sí, pero lo hace por dinero y si quisiera, podría escribir algo maravilloso...
Sin embargo, si lo intento con todo mi ser y no le gusta a nadie, si me equivoco, no sé si podría soportar el fracaso.

Joder, Sara, ¡qué cacao mental !

Mi chico dice que es porque estoy acostumbrada a leer Literatura de alto nivel y, como las comparaciones son odiosas, tiendo a infravalorarme.
Me parece un argumento un poco simplista pero, en el fondo, creo que tiene razón.

Acaricio distraídamente el tatuaje de mi muñeca izquierda mientras respiro profundamente y buceo en mi interior en busca de la niña insegura que habita en mí. En estos momentos ocupa todo mi espacio vital y no da tregua al desasosiego. Contemplo la imagen perfectamente definida en mi muñeca: el loto, que florece en condiciones adversas, en terrenos fangosos. Representa para mí la certeza de que la verdadera esencia de cada uno surgirá a pesar de las circunstancias, al margen de ellas.

Y ahora espero el milagro: que se manifieste mi verdadero ser, que sea el de una escritora segura de si misma y que haya un final feliz como en los libros de autoayuda. Pero hoy no va a ser.

Ya se me hace tarde. Tengo que preparar la bolsa de judo para el niño y tengo que prepararme yo para el café con las otras madres. Un hormigueo de nervios recorre mi estómago cuando lo pienso ¡Qué absurdo! Y sin embargo la sensación no desaparece.

Me visto unos vaqueros y el kaftán de seda de vivos colores que me encanta. Me coloco unos pendientes grandes. Respiro hondo. Me revuelvo el pelo con ambas manos y me miro en el espejo sintiéndome aún pequeñita. Pero es lo que hay.

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