“La razón trata de decidir lo que
es justo. La ira trata de que sea justo lo que ella ha decidido”
(Séneca)
¿A dónde nos dirigimos? Llevamos algo así como veinte minutos circulando por la sinuosa carretera de la costa, y estas dos no sueltan prenda.
Han venido a buscarme con una sonrisa en el rostro, una de esas que provocan miedo...
Me molesta que, a mis espaldas, ideen planes que me afectan directamente.Parece que ellas están convencidas de que lo que vamos a hacer va a ser estupendo para mí. ¡Pues que me lo cuenten, coño, y yo decidiré si lo es! No me gusta la incertidumbre. Odio las sorpresas. Y lo saben...
Elena conduce con mucha calma mientras Sara, a su lado, parlotea sin cesar. Yo miro por la ventanilla.
No estoy enfadada, aunque sí un poco molesta, porque me da rabia que piensen que soy tan accesible que pueden mangonearme a su antojo.
Compongo una pose digna contemplando el paisaje y participo en la conversación con algún comentario casual para no otorgarles el poder de haberme alterado. Estoy tranquila. Simulo estar tranquila.
¡Vaya! Elena aminora la velocidad y aparca el coche en una explanada de hormigón totalmente desierta. Una especie de parking improvisado que en verano, y con buen tiempo, seguro que se encuentra atestado de coches.
Sin embargo hoy hace frío, y una fina llovizna, más bien una niebla húmeda entristece el ambiente.
-¡Ya hemos llegado!- anuncia Elena con una sonrisa triunfal- ¿nerviosa?- me pregunta guasona.
-¡Para nada!- respondo con una sonrisa que espero no resulte forzada y oculte mi turbación- A ver qué me habéis preparado...-
Comenzamos a descender por un sendero serpenteante hollado por cientos de pies en su peregrinaje estival. Personas que con la llegada del verano recorren este camino para disfrutar de un día junto al mar.
Donde termina el camino, como dejadas
caer de cualquier manera, se hallan las grises rocas. De diferentes
tamaños, algunas musgosas, otras secas. Unas planas y otras
puntiagudas. Aquellas golpeadas por la marejada. Todas desiertas...
Presidiéndolo todo el mar, la mar...
oscura, profunda, tremendamente viva...
Descendemos lentamente. Primero Elena, después Sara y, finalmente, yo. ¿Qué haremos?
Sara alarga su brazo y me aprieta la mano. ¡Ay madre!, que estas me llevan a practicar algún ritual atávico de comunión con la madre naturaleza o algún despropósito similar...
¡Ya nos estoy viendo intercambiando gotas de nuestra sangre mientras bebemos alguna pócima para enaltecer nuestra femineidad!
Sonrío para mis adentros, pero empieza a invadirme una especie de aprensión. Quiero irme a casa.
La verdad es que el lugar y la escenografía se prestan a alguna especie de rito ancestral de iniciación. Los bordes del camino están plagados de esas flores amarillas que no sé cómo se llaman pero que para mí son el paradigma de la flor silvestre.
El silencio es total y flota en el ambiente una suave neblina que lo multiplica por mil ecos. Pero es el silencio humano lo que falta. No hay ruido de coches, ni de música atronadora, ni tan siquiera el murmullo de una conversación.
A cambio se oye el silbido del viento. De vez en cuando el chillido de alguna gaviota que bate sus alas en solitario. Y más fuerte que nada suena el rugido del mar.
Contemplamos un salvaje coqueteo entre
el viento y el océano. El aire incita al gigante marino a revolverse
y estallar en oscuras olas de rizada espuma. Crece y retrocede, pero
luego avanza implacable, y su presencia lo colma todo. Golpea con
fuerza las rocas e invade espacios que, tal vez, no le correspondería
ocupar.
Es hermoso. Melancólico y hermoso.
El aire a mi alrededor es húmedo y huele a sal. Paso la lengua por mis labios y constato que es cierto, que el mar salobre se ha instalado en el espacio que habitamos.
De pronto un agudo pinchazo se instala
bajo mi pecho. Parece que es la amenaza de un vacío, o la sombra de
un recuerdo.
Como en una película veo a una niña de ocho o nueve años en un coche atestado de personas. Está de rodillas en el asiento y saludando al coche que les sigue a través de la luna trasera. Sin silla de seguridad ni cinturón de ningún tipo. El coche huele a tortilla de patata, a filete empanado y a fruta caliente. Todavía puedo sentir la sutil mezcla de aromas.
En la siguiente escena, la niña,
rodeada de más niños y desoyendo las inútiles advertencias
paternas, corre por un sendero parecido a este. Después se baña
entre risas en un mar semejante a este. Más tarde juega a cartas en
una roca plana similar a esa.
Mientras, los padres, sentados a la
sombra, beben vino caliente con gaseosa sin preocuparse por los
controles de alcoholemia y las madres se tuestan al sol
embadurnándose con una crema de zanahoria sin protección solar que
les deja el cuerpo brillante. Se oyen de fondo carcajadas
escandalosas y conversaciones fuera de tono. Fin de la película.El pinchazo, definitivamente, pasa a ser vacío y amenaza con convertirse en tristeza profunda. No lo consiento. Prefiero lidiar con la rabia que enfrentarme a esa niña que ya no soy yo. Vive en un pasado que ya no tiene cabida en la adulta que habito. Fuera.
Llegamos a las rocas, al borde del mar.
- Bueno- empiezo forzando una sonrisa- ¿me podéis explicar a qué hemos venido aquí?
-¡Hemos venido a gritar!- exclama Sara
mientras Elena aplaude entusiasmada.
¿A gritar? Estas dos están colgadas.
-Es una forma genial de liberar tensiones- expone Elena- de soltar esa rabia que decías que tienes dentro.-
-¿Gritando?- pregunto intentando evitar centrarme en que tanto Elena como Sara consideran que necesito liberar la ira. No lo consigo, y siento rabia porque me pesa un poco la tristeza de antes. Fuera. No me lo puedo permitir.
- Sí, empiezo yo- se ofrece Sara.
Mira hacia el mar, y se yergue recta
sobre sus piernas. Estira los brazos, abiertas las manos y profiere
un escalofriante alarido. Después aplaude y se ríe.
Es sorprendente que, con lo insegura
que es Sara, se exponga al ridículo de esta manera.
Elena le sigue. Cierra los ojos y los puños y libera su grito. Se ríen las dos.
Al fin y al cabo antes no estaba tan equivocada. Tiene algo de rito en comunión con la madre naturaleza esta escena...
Me miran. Me toca. Me siento ridícula, pero si me niego va a ser peor. Haré lo que me piden y punto. Luego nos iremos a casa. Estoy harta de todo esto.
Lleno los pulmones de aire y lo suelto con un grito. Me da vergüenza. Pero ya está.
-¿Eso es gritar?- pregunta Elena con una risita burlona- ese grito ha salido de la garganta.
- Para que un grito sea liberador debe nacer, por lo menos, aquí- añade Sara hundiendo un dedo debajo de mi esternón.
- Puedes hacerlo mejor- corean a dúo.
Claro que puedo, pero no sé si quiero.
Muy bonito. ¿cómo se llama la canción?
ResponderEliminarMuchas gracias. La canción es "Gure bazterrak" de Mikel Laboa.
EliminarVaya plan más genial.
ResponderEliminar¿Verdad que sí? Bueno, bonito y barato...
EliminarYo también recuerdo esos olores de los veranos de mi niñez. ¡qué recuerdos!
ResponderEliminarEl olfato es un sentido muy evocador. O eso me parece a mí también.
EliminarMe acuerdo de esa crema de zanahoria. Yo también me la ponía jajaja
ResponderEliminar¿Quién, que la haya conocido, no se acuerda de esa crema?, jajaja
Eliminareste plan me ha gustado mucho,en mi opinión es algo que tod@s deberíamos hacer cada x tiempo.Abestiak idatzia bordatu egiten du,zalantzarik gabe.
ResponderEliminarLa verdad es que si hiciésemos algo así de vez en cuando, probablemente estaríamos menos crispados...
EliminarMila esker. Egokia iruditu zitzaidan.
Me siento bastante identificada con la actitud de Irene. Yo también sentiría aprensión sin saber que va a pasar.
ResponderEliminarPor supuesto. Es totalmente comprensible. En realidad yo creo que si nos ponemos en la piel del otro, casi todas las actitudes son comprensibles.
EliminarHola que tal, me llamo Noelia y su blog es muy interesante, me encantaria incluir su web en mis directorios webs, estoy segura que su blog sería de mucho interés para mis visitantes, si le interesa respondame con un email a noe.558@hotmail.com
ResponderEliminarUn beso! y Suerte con su BloG!