miércoles, 15 de febrero de 2012

El Control


       “El que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos”

                                                (Francisco de Quevedo)



Irene llega a la cafetería con un revuelo de bolsas, de ropa y de tacones repicando el piso. Con sus prisas de siempre y farfullando. Después de unos cuantos días, unos cuantos cafés y unas cuantas conversaciones sobre lo humano y lo divino, empezamos a adquirir cierta confianza.

-¿Qué te pasa ahora?- pregunto riéndome al ver cómo se desploma en la silla con todo su arsenal de bolsas alrededor.

-Lo de siempre- contesta- que me faltan horas.
He salido tardísimo de la oficina porque una reunión que tenía a última hora se ha alargado más de lo previsto. Por supuesto no he llegado a tiempo para recoger al niño. He tenido que recurrir una vez más a mi madre y, después pasarme por su casa, por lo que me he retrasado aún más. Cuando he llegado aquí, parece que ya habíais aparcado todos, porque no quedaba ningún sitio libre. He tenido que dejar el coche ni sé dónde y venir corriendo para no llegar tarde a judo. ¡Buff!. Necesito un café.

-Eres como una de esas figuras elaboradas con piezas de dominó.- comenta Sara con una sonrisa- Cuando la primera cae, se lleva por delante a todas las demás.-

Es curioso cómo influye el roce continuo entre las personas. Sara parece otra. Con nosotras, por lo menos, está adquiriendo un aplomo extraordinario. No sé si será que está cogiendo confianza o es que está reuniendo las piezas que faltaban en el puzzle de su personalidad...

-Pues sí- responde Irene dibujando con los labios un mohín de disgusto- pero ¿qué otra cosa puedo hacer?. Lo peor es que al final del día estoy agotada...-

-Bueno- replica Sara- ya llega el fin de semana. Podrás descansar y dejar de planificar todo al minuto.-

-No te creas.- puntualiza Irene- El sábado a la mañana toca paseo. Por la tarde organizo la ropa de la semana y cocino algo también. El domingo siempre vamos a comer a casa de mi madre o de mi suegra. Por lo tanto estoy fuera de casa casi todo el día. Poco descanso, vamos-

- Y todos esos planes, ¿son inamovibles?- pregunto un poco abrumada por las obligaciones de la buena mujer.

- Pues no sé si son inamovibles, ni tan siquiera me lo planteo. Simplemente es lo que me he propuesto hacer, y lo voy consiguiendo.- responde Irene cada vez más seria- Lo que ocurre es que, a veces, para lograr las metas que me he marcado, vivo en un estrés continuo.-

- ¿Y disfrutas de verdad de todos esos planes?- cuestiona Sara arqueando las cejas. Joder, con la insegura. Tira a dar.

-No todo el tiempo, es verdad. Y me siento culpable por no hacerlo. Es mi proyecto de vida, y me siento orgullosa de sacarlo adelante. Sin embargo me resulta un tanto frustrante que lo que desde siempre he ideado para mí y los míos, en ocasiones, no logre saborearlo.-

-Tal vez es porque has convertido hasta tu tiempo de ocio en una obligación.- Intervengo- No digo que sea tu caso, pero hay veces en las que se planifica demasiado el tiempo libre.
Lo idealizamos de tal manera, que parece que no hacer nada o improvisar es una aberración y que es casi una necesidad llenar nuestro ocio de actividades. Todas perfectamente programadas, por supuesto, para maximizar la diversión. Frecuentemente se crean unas expectativas de disfrute demasiado elevadas y después llega la frustración y la culpa...-

Irene calla. Creo que se arrepiente de habernos mostrado una faceta un poco vulnerable. Sara continúa:

-No soy nadie para dar consejos- advierte- Sin embargo, por experiencia propia, yo recomiendo dejarse fluir, por lo menos de vez en cuando...-

-Ya, pero yo no soy como vosotras.- suelta Irene con un tono de voz un tanto crispado- Yo necesito un orden, planificar mi vida, cumplir mis expectativas. No tengo tiempo para fluir, ni para ser consciente de mi respiración, ni para practicar meditación- añade mirando a Sara.

Me da la impresión de que Sara se siente un poco ofendida y va a contestar, pero se calla al mirar a Irene. Tiene los ojos brillantes y el aspecto inequívoco de estar conteniendo, para que no salga, toda la rabia que es capaz de albergar en su interior.

Yo también permanezco callada. Damos por zanjada la conversación porque, aunque ya vayamos adquiriendo confianza para charlar de temas íntimos, no tenemos la suficiente para ahondar en las miserias ajenas.

El silencio resulta incómodo. Creo que cada una de las tres está buscando algo que decir.

-Y, ¿a dónde vais a pasear los sábados?- pregunto.

Irene me mira y parece agradecida. La vulnerabilidad ha desaparecido. Compone una gran sonrisa y se apresura a describir un itinerario perfectamente organizado.


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